Ian Curtis, la tentación del mito Super 45mayo 18, 2020Artículos0 Comentarios Es difícil agregar algo sobre la figura de Ian Curtis y Joy Division. Banda de iniciación por excelencia con una obra acotada y perfecta, imposible de adulterar. Si te gusta este tipo de música, alguna vez escuchaste Joy Division. Y lo escuchaste harto, una y otra vez. Cada tanto alguien acusa a alguien de no ser lo suficientemente militante por no conocer en detalle ya sea aspectos biográficos o discográficos. Yo, como provinciano, corrí siempre en desventaja frente a mis amigos de la capital ya que tuve recién mi primera copia de Unknown pleasures a los 17 años (conocer el single “Love will tear us apart” no contaba, por supuesto) en El Cuarto Desconocido, esotérica disquería regentada por Ronald Smith en Viña del Mar. Un amigo del preuniversitario me dio una copia en VHS de un show en vivo donde pude ponerle cara a la voz y por primera vez observar los espasmódicos movimientos de Curtis sobre el escenario. También me gustaba que se vistieran con ropa común y corriente: “Es que se iban a tocar después del trabajo” alguien me dijo. Nunca me di el trabajo de averiguar si eso realmente era así o no pero me gustaba la idea de los “everyday people” que hacían música subversiva sin necesidad de teñirse el pelo ni colgarse un alfiler en la nariz. Estos son algunos de los textos que escribimos en Super 45 sobre Joy Division durante los años pasados. Como ya se explica al principio, no es fácil sumar algo nuevo sobre una banda que siempre ha estado ahí. Es por eso que lo hemos abordado desde ángulos específicos y hoy, cuando se recuerdan los 40 años del suicidio de Ian Curtis, los recopilamos para ver si quizás así todavía podemos sumar algo a esa figura siempre presente pero nunca vista del todo (C. Araya Salamanca). Joy Division Unknown pleasures (Factory Records, 1979) Pablo Meneses En medio de un panorama poco alentador, con el inicio de la era Thatcher en mayo de 1979 y un sinfín de problemas derivados de las políticas conservadoras instauradas por la ”Dama de Hierro”, la música en las islas británicas también vivía su propio proceso de cambios. Del estallido punk del ’77 ya poco quedaba, y muchos de los músicos inspirados por ese fuego original buscaban darle una nueva vuelta a las canciones que se gestaban en oscuras salas en ciudades no menos lúgubres. Fue en ese año que comenzó a tomar forma definitiva un proyecto iniciado en 1976, luego del concierto de Sex Pistols en el Free Lesser Trade Hall de Manchester. Conocidos primero como Stiff Kittens, luego como Warsaw y finalmente como Joy Division, un nombre que les trajo no pocos inconvenientes por su significado: Así se le llamaba a los grupos de mujeres judías obligadas a prostituirse en los campos de concentración nazis -pierdan cuidado, la fascinación de Curtis por la imaginería nazi y sus devastadoras consecuencias fue solo un filtro para canalizar su investigación constante sobre el sufrimiento-, el guitarrista Bernard Sumner, el baterista Stephen Morris, el bajista Peter Hook y el cantante/guitarrista Ian Curtis comenzaron facturando un rock crudo con evidentes deudas a The Stooges, que fue mutando hasta encontrar una personalidad propia, inspirada, en sus propias palabras, en sus “pobres experiencias de vida y en sus escasas discotecas”, donde Iggy Pop, The Velvet Underground y David Bowie ocupaban lugares preferenciales. Tras un frustrado primer álbum financiado por tres ejecutivos que querían convertirlos en una banda más cercana al soul – y cuyo resultado, por cierto, no dejó conforme a nadie, por lo que quedó acumulando polvo en una bodega- los músicos cruzaron sus caminos con cuatro personas que cambiaron el curso de la Historia a través de Factory Records: Tony Wilson, fundador del sello y agitador cultural obsesionado con las vanguardias; Rob Gretton, futuro manager y dueño de una red de contactos capaz de hacer trascender a la banda fuera de los estrechos círculos en que se movían hasta entonces; Peter Saville, diseñador gráfico y encargado de convertir a cada disco editado por Factory en un objeto único; y Martin Hannett, productor encargado de darle a la banda el sonido único que impregna cada una de sus grabaciones. Registrado entre el 1 y el 17 de abril de 1979 en los Strawberry Studios de Stockport (Manchester), Unknown pleasures es un disco que supo canalizar la intensidad del punk para expresar el desencanto de la vida urbana con letras creadas por Curtis, hombre en permanente conflicto existencial, quien además debía lidiar con una epilepsia que se acrecentaba a medida que abandonaba sus tratamientos médicos y su vida entraba en una espiral descendente. La grandeza de este disco estriba tanto en sus intensas líricas como en su extraordinario sonido, denso y lleno de texturas, el campo de trabajo ideal para que el volátil Martin Hannett diera rienda suelta a su creatividad para llenar los espacios, grabando cada instrumento por separado -tarea especialmente agotadora en el caso de la batería- generando una atmósfera tan particular que aún hoy cuesta encontrar obras que puedan hacerle el peso. Unknown pleasures suena como si hubiera sido grabado dentro de una bóveda subterránea, marcado por la precisa percusión de Morris y el bajo de Hook, llevados al frente por Hannett, junto a las guitarras de Sumner, tan lacerantes como dinámicas, dando forma al vestuario ideal para canciones que hablan de búsqueda, de dudas, de sufrimiento y soledad, de frustración y pesadumbre por la inminente llegada de un destino poco halagüeño; letras salidas de la atormentada psiquis de Curtis, pero que logran tender puentes para que quien las escuche pueda identificarse con ellas. No podemos dejar de hablar sobre el diseño del disco, creado por Peter Saville, que nos muestra en portada la icónica imagen de las ondas del primer pulsar registrado en 1919, sobre un fondo negro sin ninguna palabra, y una contraportada con un espacio vacío en donde debería haber estado la lista de canciones. Tan fundamental como el diseño es el contenido, diez canciones que no alcanzan a completar 40 minutos de duración pero que dejan una marca indeleble tras exponerse a ellas por primera vez. Desde el inicio a toda velocidad con “Disorder”, pasando por el desgarro de “Insight”, la furia de “Interzone” -una de las canciones más antiguas del repertorio, grabada durante unas sesiones en 1978-, la atractiva aridez de “She’s lost control” y su inconfundible base rítmica, hasta la desaceleración final con “I remember nothing”, que marca el camino para lo que vendría en el final -y aún más sobrecogedor si cabe- Closer, editado al año siguiente. Precedente, entre otras cosas, del slowcore y prácticamente de todo el rock con tintes oscuros que aparecería durante los 80s, Unknown pleasures fue la banda de sonido de una ciudad sumida en la violencia y la desesperanza, un grito primario que partió desde la intensidad del punk y que fue reconducido desde la introspección. Un enigma que, a 40 años de su edición original, sigue fascinando tanto a los fans como a los no iniciados, invitándolos a desentrañar el misterio sumergiéndose en sus canciones, fiel reflejo del ser atormentado que les dio cuerpo y alma. Joy Division Closer (Factory Records, 1980) Pablo Meneses El segundo –y último– disco de la banda de Manchester se gestó en medio de un ambiente convulsionado por los problemas personales del cantante y guitarrista Ian Curtis: su decisión de abandonar el medicamento recetado para la epilepsia que le habían diagnosticado –debido a que el fármaco lo sumía en un estado abúlico que lo anulaba creativamente– hacía que los ataques fueran cada vez más severos y sus consecuencias devastadoras. Por si fuera poco, las tensiones con su esposa Deborah y la doble vida que llevaba por su romance con la periodista belga Annik Honorè lo mantenían con un abrumador sentimiento de culpa que no lo dejaba en paz. Aún así, la banda logró poner manos a la obra, nuevamente junto al productor Martin Hannett. Entre el 18 de marzo y el 30 de marzo de 1980, los estudios Brittania Row de Islington, Londres, fueron el centro de operaciones en donde se registró este trabajo, cuyas canciones se gestaron en 2 períodos distintos. Composiciones como “The eternal”, “Heart and soul”, “Isolation” o “Decades”, donde se palpa la influencia de Kraftwerk gracias a un mayor uso de los sintetizadores como propulsores de las melodías, fueron creadas durante los primeros días de ese mismo año; mientras que el resto de piezas, mayormente basadas en guitarras, como “A means to an end”, “Twenty four hours”, ”Colony”, “Passover” o “Atrocity exhibition” surgieron durante los últimos meses de 1979 y venían ya rodadas tras ser interpretadas en vivo o registradas en sesiones de radio. Fue en el estudio donde todos los temas terminaron de tomar forma gracias a extensas jams y a la intervención del productor, aunque, tal como con el debut Unknown pleasures, una vez más el resultado final no fue del agrado de Bernard Sumner y Peter Hook, quienes consideraron que canciones como la inicial “Atrocity exhibition” fueron despojadas de la abrasividad que le daba la banda en vivo. Sumner no se quedó de brazos cruzados e intentó hablar con el productor, pero a cambio recibió un típico momento Hannett: “Martin había derretido el sonido de la guitarra con su Modulador de Tiempo Marshall (n. del r.: el aparato fue apodado por la banda como el “Marshall Time Waster”). La hizo sonar como si alguien estuviera estrangulando a un gato, y para mí, mató la canción. Estaba tan molesto que fui a verlo y le dije lo que pensaba. Él simplemente se dio media vuelta y dijo que me fuera a la mierda”. Pese a estos desencuentros, el sonido de Closer logró conjurar una atmósfera difícil de repetir, construida por una banda con una madurez musical cada vez mayor. Las letras de Curtis, revestidas de influencias literarias como Franz Kafka (“Colony”) y J.G. Ballard (“Atrocity exhibition”), reflejaban –de manera consciente o no– la situación por la que estaba atravesando, y que ahora, con la perspectiva del tiempo, se pueden leer como una nota suicida que nadie supo descifrar en su momento para evitar el desenlace fatal. Respecto a esto, Bernard Sumner recordó que “mientras grabábamos Closer, Ian me dijo que se sentía muy extraño trabajando en el álbum, pues tenía la sensación de que todas sus letras se escribieran por sí solas. También me confesó sentir una terrible sensación de claustrofobia, como si estuviera atrapado en un torbellino y algo lo arrastrase hacia el fondo hasta ahogarse”. Es justamente esa sensación de ahogo y claustrofobia experimentada por Curtis la que transmite el sonido de esta placa, cuya atmósfera fúnebre se intuye ya desde la portada, diseñada por Martyn Atkins y Peter Saville donde se muestra un grupo escultórico de una tumba familiar en Génova. Equilibrado entre composiciones más atmosféricas y otras más propulsivas, los lúgubres textos de Curtis nos muestran a un hombre desencantado frente a la pérdida de la juventud, que se avergüenza de la persona que ha llegado a ser y se enfrenta a su propio callejón sin salida, como canta en “Colony” (“Un grito de ayuda, una pizca de anestesia, el sonido de hogares rotos, solíamos reunirnos aquí”) o en la aún más devastadora –si cabe– “Heart and soul” (“La existencia, ¿acaso importa?, existo en los mejores términos que puedo, el pasado es ahora parte de mi futuro, el presente está fuera de alcance”). Sumner también recordaba que nunca hablaron sobre la música ni analizaron las letras en detalle. Y ya se sabe que cuando quieres esconder algo para que nadie lo vea, lo mejor es dejarlo a plena vista. Eso fue justamente lo que hizo Curtis con su angustiante nota de suicidio fragmentada en las nueve canciones que conforman Closer, y que terminó por hacerse realidad durante la mañana del 18 de mayo de 1980, a solo horas de embarcarse en una gira por Estados Unidos. Volver a escuchar este disco después de tantos años sigue siendo una experiencia demoledora, más aún si es imposible dejar de lado las circunstancias que rodearon su lanzamiento, y que nos deja con un gran signo de interrogación sobre la cabeza al pensar en cuál habría sido el rumbo tomado por la banda si Ian Curtis no hubiera decidido partir antes de este mundo. Aunque centrarse sólo en el mito en que terminó convertido el frontman tras su suicidio sería pasar por alto la labor de sus compañeros: el profundo bajo de Hook, la metronómica batería de Morris y el innovador trabajo en teclados y guitarra de Sumner unidos nos muestran a una banda con ganas de experimentar, de atreverse, y que terminó siendo influencia ineludible para gente como The Cure, Bauhaus o Depeche Mode. Sin exagerar, Closer es una obra maestra de punta a cabo, un fino muestrario de los intereses del grupo que posee su propio peso específico, más allá del aura de malditismo al que quedó condenada por el trágico final de su vocalista. Nunca estará de más resaltar su importancia y la imposibilidad de ignorar los secretos que albergan sus surcos, a los que siempre podremos volver cuando sea necesario. Joy Division, el documental Dirigido por Grant Gree. 2007. Macarena Lavín “Hablar de la vida hoy es como hablar de una cuerda en la casa de un hombre ahorcado”. Así empezaba la crítica de Jon Savage en NME de Unknown pleasures, el primer LP de Joy Division. La cita es del escritor situacionista Raoul Vaneigem. ¿Cómo haber acertado tan bien con este presagio? Porque es justo lo que haría Ian Curtis dos años después. El documental Joy Division es la historia de Manchester, de la banda y también de su vocalista, de cuyo suicidio se van desenredando varias pistas. Atraviesan el relato decenas de cumplidos a este cuarteto, que en ese momento fue muy novedoso en su propuesta. Los testimonios son de los mismos sobrevivientes y de sus colaboradores más cercanos. A medida que se cuentan los pasos de Joy Division se van mostrando los “lugares que ya no están” de Manchester, que se construía sobre ruinas una y otra vez cada vez con más fealdad. En el norte de Inglaterra y contemporáneo a la banda se vivía una crisis postindustrial, que una de sus consecuencias fueron las altas cifras de desempleo. Este reconocimiento a la ciudad es una especie de “in memoriam” urbano como también lo es para Ian Curtis. Él solía trabajar para el Servicio de Asesoramiento y Apoyo para Discapacitados, donde conoció a una chica que inspiró “She’s lost control” y que murió de un ataque epiléptico. Poco después le diagnosticarían esa misma enfermedad a él. Su primera convulsión fue en una van en plena gira. Los amigos cuentan lo errático que estaba los minutos antes, quejándose de todo. Se puso a pelear como un niño, golpeó a varios e incluso el le pegó al vidrio del mostrador, quebrándolo. Ninguno sabía mucho que hacer, así que lo ayudaron como pudieron. Pero estos ataques se fueron dando más seguido. “Así que continuamos con lo que hacíamos, que era trabajar mucho. No le prestamos mucha atención para que se recuperara”, recuerda Bernard Summer. Esto empeoró porque no hacía caso a las indicaciones de su doctor, absurdas para la naturaleza de un músico de 22 años: evitar las luces estridentes, el alcohol y las trasnochadas. Lo peor de todo es que dejó los medicamentos. De manera cada vez más clara, el cantante iba mostrando sus dos facetas opuestas. Un tipo sensible que lucía como un adolescente y escribía poesía todos los días y que le regalaba flores a su mujer. Por otro lado, era un caprichoso que, si no obtenía lo que quería, se enfurecía. En “Digital” incluido en Unknown pleasures canta “I feel it closing in/Day in, day out” mostrando esa doble cara, que hoy ya pueden catalogar de desorden bipolar, pero que en aquel tiempo nadie la reconocía. “Por un lado tenemos al chico que va al pub con sus amigos”, dice a la cámara el diseñador Jon Wozencroft. “Por otro, tenemos al esteta que lee poesía, que se empapa de ideas pomposas y que será un héroe romántico y estrella de pop”. De esa manera se fue cerrando cada vez más se fue cerrando más. No dejaba que lo vieran lastimado, perdido y sobre todo solitario. Su viuda Deborah Curtis recalca que siempre leía sobre el sufrimiento humano. En otro momento, el baterista Stephen Morris cuenta lo cambiante que se fue poniendo Ian. Lo llamó una vez para decirle “voy a dejar la banda y me iré a ir a vivir a Holanda y abriré una librería”, para que al minuto después dijera “oh, vamos a tocar en Buffet el sábado”. Nadie le puso atención a lo deprimente que eran las letras. Pensaban que era solo arte. Se dieron cuenta dos años después cuando éstas se publicaron. La banda siguió desorientada ante las sobredosis e intentos de suicidio de Curtis pensando que lo podría solucionar. Pero la pista final más simbólica fue la siguiente. Peter Saville diseñó las dos carátulas de los discos de Joy Division. Para Closer, dejó una revista con el grupo de Manchester y les permitió elegir alguna de las imágenes para la portada. Luego del suicidio de Ian Curtis, el diseñador cayó en cuenta que la foto escogida se trataba de un funeral. Algo que se iba a repetir en la vida real pocas semanas después. New Order, Joy Division y yo Bernard Sumner, 2016. Jorge Acevedo Siempre está la tentación del mito. Esa tranquilidad que da la historia recubierta de un manto de heroísmo, bañada con una poca de épica a gusto del consumidor. Así, en el cruce de caminos donde Robert Johnson se encontró con el diablo, pareciera que también se juntaron por turnos Lennon y McCartney, Marr y Morrissey, Gardel y Lepera, Mumford y sus hijos y David Guetta y su pendrive. Y no es verdad, ya que sabemos que cualquier mitología tiende a ser falsa. Excepto en mi caso, claro. Y en el tuyo, lector especial, que para eso tu compañía de móviles y Facebook te lo recuerdan todo el día. Pero ¿Joy Division? ¿Y un grupito menor que creó un par de estilos llamado New Order? Para Bernard Sumner, guitarra en los primeros y vocalista e instigador electrónico en los segundos, no hay mucha discusión. Él estuvo ahí, hizo lo mejor que pudo y ganó más de una medalla en el proceso. Pero pudo haber sido lo contrario, de no haber mediado el esfuerzo y una importante cantidad de buena (y mala, sí señor) suerte. Todo eso es contado en su biografía en un relato diáfano, gracioso a ratos y emocional sin caer en el melodrama. Aunque el nombre en inglés algo de poesía agrega con eso de “Chapter and verse”, la traducción al español destaca el carácter pragmático del autor: “New Order, Joy Division y yo”. Para que nadie se pierda, pensaría el bueno de “Barney”. Si hay alguna duda, el comienzo del relato da la pauta de las intenciones de Sumner. Ad portas de un viaje a Chile (sí, a Argentina y a Brasil, pero eso no nos importa en chauvinismo 45), un señor cercano a su sexta década se cuestiona sobre el impacto de un par de bandas en las que orgullosamente ha estado. Ese cuestionamiento no es por el esfuerzo invertido (realmente un montón, considerando su cuna poco privilegiada y el constante autosabotaje económico), si no por el rango de influencia de un grupo nacido desde el amateurismo, el aprendizaje sobre la marcha y un tremendo amor a la música. Y en ese tono de hombre común y corriente que impregna el relato, el autor no tiene ningún problema en desmitificar buena parte de su historia musical sin caer en la humildad excesiva. El que tenga algún temor de que, en el proceso, se pierda cierta aura “cool” de sus bandas preferidas, no se preocupe: ya lo ha hecho Sumner hacer décadas con sus entrañables bailes sin ritmo en vivo o en esos “Come on!” de estadio que acompañan su interpretación del himno introspectivo por excelencia “Love will tear us apart”. Con la mitad del libro dedicada a la prehistoria y abrupto final de Joy Division, bien se podría decir que el libro evita el manido foco en Ian Curtis para poner el interés en la relación pimpinelesca de Sumner y su ex partner musical, el bajista Peter Hook. Un matrimonio infeliz que ha sido ya bastante difundido por el mismo Hooky cada vez que ha tenido un micrófono en mano (ojalá no para cantar), revelando las agrias circunstancias de su alejamiento de New Order. A la espera del texto del bajista, Sumner repasa las tensiones que marcaron el desarrollo de la banda, pero sobre todo las que determinaron su finalización en 2006 y el regreso sin el señor de la discordia en 2011. Mientras la solución del litigio se arrastra en el tiempo, bien se puede disfrutar con este relato amable sobre unos tiempos definitorios e intensos a lo que hemos llamado, a falta de mejor nombre, música indie. Por las páginas de la autobiografía de Bernard Sumner pasan sus grupos insignes, esos proyectos musicales que han tendido a sonar igual (Electronic y Bad Lieutenant), Manchester y sus bandas, managers y empresarios más grandes que la vida (Rob Gretton y Tony Wilson), negocios espantosos (The Hacienda) y Bez (“percusionista” y “corista” de Happy Mondays), que todos sabemos merece urgente una estatua, una fundación y, si me apuran, un principado a su nombre. Quizás falta algo más de análisis musical en todo esto, ya que el autor pasa de puntillas por buena parte de la discografía de la banda, pero para eso está Simon Reynolds. El relato de “Barney” Sumner, por el contrario, es una historia de un testigo y actor privilegiado que cuenta con buen humor algunas historias importantes de los últimos 30 años de música, donde ese “yo” del título está más que merecido.