El mejor disco de su generación cumple una década y le pedimos a Andrés Acevedo -quien en su momento comentó los primeros álbumes de Javiera Mena- que volviera a escribir sobre un álbum fundamental de la historia recienta de la música chilena.

De niña, ¿soñaba Javiera en ser una “música profesional chilena”, con el camino de sacrificios, y de recompensas tardías, que implica dicho apelativo en Chile? ¿Soñaba con editar cinco álbumes, que superasen las fronteras de su país natal, y la consolidaran como una de las artistas de mayor peso en el pop hispanoamericano? ¿Soñaba, acaso, con pisar la Quinta Vergara y brindar un show tan fascinante como atípico? Seguramente, ninguna de estas imágenes existían de esa forma en su cabeza, y mucho menos cuando empezó su primeros experimentos acústico-electrónicos en una reducida escena alternativa, hace veinte años atrás. Pero de alguna forma, desde muy pequeña, todas esas proyecciones eran parte latente de su fantasía musical, una fantasía donde era posible compartir música sensible con los demás, y encontrar regocijo en el arte sonoro. Y ese placer reiterado, de encontrar las melodías adecuadas, las palabras justas, los coros magnéticos, guiada por su intuición, y no tanto por un conocimiento académico, le dieron la confianza para abrirse paso, en un contexto social no muy benevolente con las novedades, con las mujeres, en fin, con todo lo que rompiese el marco.

Es cierto, Javiera Mena tampoco ha reinventado la rueda, pero la contundencia y lo visionario de sus gestos la han convertido en una pionera indiscutida del pop electrónico. Mena, su segundo álbum, es la mejor muestra. Aquí no hay pasos en falsos, y a diferencia de la energía adolescente y burbujeante del debut Esquemas juveniles, en su segundo disco hay un aplomo insospechado, para cruzar los enfoques que quería explorar, desde los sintetizadores al piano, desde la balada acústica de alcoba a la frenética y multi-color pista de baile. Es un álbum que consagra su trabajo con el productor Cristian Heyne, y que le abre las puertas al pop mundial, con las colaboraciones de artistas admirados por ella, como Jens Lekman y Daniel Hunt (Ladytron). Es decir, es un disco donde lo anhelado se convierte en algo cada vez más real y certero. Se puede sentir una fuerza que madura, lentamente, casi escondida, hasta perforar la membrana de la timidez y, sin dejarla de lado, asumirla. Íntima en sus gestos y en el impacto, sin dejar de ser original, a pesar de esos coqueteos con la música dance más masiva- cuya fórmula más probada se escucha ya en los sucesores Otra era y, sobre todo, Espejo.

Mena es un disco que muestra las capacidades de su creadora para desdoblarse y expandir sus dominios y cuyo revés descansa en la nostalgia insondable de las baladas de amplitud modulada, una mirada delicada que cruza romance y filosofía de la vida.

Los tesoros de este disco son numerosos, y siempre muy personales, de libre interpretación para cada auditor. Como pequeña muestra, que brille con luz propia el estribillo de “No te cuesta nada”, donde las palabras nos permiten soñar y fantasear en tiempos de oscuridad: “Palabras /Que nos cambian la vida / Un solo verso / Y me cambia el sentimiento / De lo que significan”.