Una obra, varias aristas: puso a la música sudafricana en el mapa, le dio nuevos aires a la carrera de un veterano, fue la causa de una polémica internacional y modeló el gusto de generaciones venideras.

Entrados los ochenta, el consenso crítico en torno a Paul Simon indicaba que su tiempo ya había pasado. Tanto el disco/película One trick pony (1980) como Hearts and bones (1983) fueron considerados fracasos relativos. En el primer proyecto, los tibios aplausos que recibió su actuación no compensaron los fuertes abucheos a su música; en el segundo, daba señales de convocar cada vez menos. Si bien nunca estuvo en discusión su calidad como cantautor -de hecho, el tiempo ha sido amable con Hearts and bones-, era imposible negar su pérdida de relevancia.

Siempre curioso, en ese tiempo el solista se dejó seducir por la música sudafricana. Tenía fama de buscador empedernido: como parte de Simon and Garfunkel, en 1970 adaptó una melodía peruana, “El cóndor pasa (If I could)“, en compañía del grupo andino Los Incas; dos años después, cuando aún pocos blancos se atrevían con el reggae, abrazó el ritmo jamaiquino en “Mother and child reunion“. Fascinado por su último descubrimiento, fue a Johannesburgo a grabar lo que se convertiría en Graceland (1986) junto a los artistas locales que llamaron su atención.

Mumford and Sons hizo básicamente lo mismo este año, con su EP Johannesburg, y nadie puso el grito en el cielo. La suerte de Paul Simon fue muy distinta: hace tres décadas, ir a Sudáfrica era un tabú debido al apartheid, significaba romper el boicot cultural impuesto por Naciones Unidas. Es más, justo cuando emprendió su viaje, en octubre de 1985, apareció una suerte de “We are the world” en repudio de las estrellas que tocaban allá, como Elton John o Frank Sinatra. Se llamaba “Sun City” y contaba con participaciones de Bob Dylan, Lou Reed y Bono, entre muchísimos otros.

Simon cometió el error de no declararse contrario al apartheid antes de partir. Su torpeza diplomática fue interpretada como apoyo a la segregación racial y pronto llegaría el escrutinio público. Se le acusó de robar el arte ajeno, de usarlo como un mero vehículo para revitalizar su carrera, de no denunciar ninguna injusticia. Un funcionario de las Naciones Unidas, James Victor Ghebo, llegó al extremo de nombrarlo enemigo de la comunidad internacional. También recibieron palos sus colaboradores: intelectuales sudafricanos argumentaban que sus compatriotas implicados en Graceland preferían ser entretenedores antes que portavoces de la causa.

Ajeno a las susceptibilidades de terceros, nuestro héroe sólo tenía en mente la unión del afropop con los estilos anglosajones que dominaba a placer. Su radar estaba en lo cierto al detectar afinidad: el estilo que lo conquistó, la mbaqanga, debía una porción de su origen a la influencia del jazz y el blues en África. Por eso la mixtura resultaba tan natural apenas arrancaba con el acordeón, un instrumento muy utilizado en la mbaqanga, de “The boy in the bubble”, cuya base rítmica fue aportada por Tao Ea Matsekha, una de las cinco bandas de la zona que trabajaron en el disco.

De los numerosos cassettes pirata de música sudafricana que escuchó Paul Simon, uno de sus favoritos pertenecía a General M.D. Shirinda & The Gaza Sisters, que contribuyeron las guitarras y las coristas que hacen de “I know what I know” una de las canciones más peculiares de Graceland. Asimismo, las apariciones del grupo vocal Ladysmith Black Mambazo, tanto protagónicas (“Diamonds on the soles of her shoes”) como pequeñas (“You can call me Al”), añadían nuevas capas de profundidad a la propuesta de un veterano que necesitaba renovarse con urgencia. Pero Simon no fue el único beneficiado.

La salida del disco, el 25 de agosto de 1986, coincidió con el creciente interés primermundista en el apartheid. Para todos los partícipes de las sesiones en Johannesburgo, una nómina que completaban The Boyoyo Boys y Stimela, codearse con un astro mundial era una oportunidad única para salir al mundo y convertirse en embajadores culturales. Además, las radios del gobierno sudafricano, dominadoras del dial, usaron Graceland para mentir negando el aislamiento del país, así que los músicos negros pasaron de ser sistemáticamente omitidos a sonar por primera vez en emisoras para blancos. Tiro por la culata: darle voz a los silenciados sólo alentó sus deseos de ganar espacios.

paulsimon

Aunque Talking Heads, Lizzy Mercier Descloux o Peter Gabriel, por citar algunos nombres, ya habían prestado atención a los latidos del continente negro, ninguno de ellos gozaba del alcance de Paul Simon. Cada cierto tiempo, Graceland sale al baile como una referencia. Se le comparó hasta la saciedad con el debut de Vampire Weekend (playlist), de igual forma que a The Strokes con Marquee Moon de Television. Y cuando salió Reflektor, Kelcey Ayer de Local Natives, motivado por el nexo entre Arcade Fire y Haití, escribió “éste es el Graceland de nuestra generación”.

Daniel Rossen de Grizzly Bear asegura que el disco sonaba todo el día en la casa de sus papás. Se percibe su eco en trabajos de Bombay Bicycle Club o TV On the Radio, y cada vez que Damon Albarn estrecha su lazo con Mali. Pero es oportuno señalar que Graceland no sólo incorporó a sudafricanos: también figuran en sus créditos Good Rockin’ Dopsie and the Twisters, un grupo de música nativa de Lousiana; Los Lobos, cultores del rock chicano; Linda Ronstadt, parte de la lista negra de Naciones Unidas por tocar en Sun City; y los Everly Brothers, clásicos country. Por algo Joseph Shabalala, el director musical de Ladysmith Black Mambazo, apodó “Vutlendela” a Paul Simon, una palabra en idioma zulú que significa “el hombre que abrió la puerta”.