Ariel Pink’s Haunted Graffiti
Centro de eventos Cerro Bellavista, ex Oz
Jueves 13 de diciembre

Fotos de Rodrigo Ferrari

Ariel Pink, en la ex Oz, resultó casi conmovedor, casi inspirado, casi una revelación. Casi hizo vibrar al lugar con una demostración de su feroz instinto musical. Casi.

Para quien no tenga idea alguna acerca de Ariel Pink y su copiosa discografía, su increíble instinto para componer canciones pegajosas cuando quiere y su descarado desparpajo arriba y abajo del escenario, basten algunos parámetros, no a manera de comparaciones, sino más bien como coordenadas: Ariel Pink bien podría ser una especie de clon bastardo e imposible de George Michael y Elton John, con la actitud de un Iggy Pop gordo y drogado, criado con una dieta constante de Gary Numan.

Ariel Pink podría cantar perfectamente sólo acompañado por un piano de cola, pero elige ser estridente, provocador, desordenado. Solipsista, también, sobre el escenario: se pasa la mayor parte del espectáculo mirándose los párpados por dentro, pendiente quizá de alguna película multicolor que se proyecta sólo dentro de su cabeza.

Lo de anoche podría haber sido una fiesta.

Podría haber sido, si la gente hubiera reaccionado de manera instantánea, como él quería, a su entusiasmo lisérgico. Porque desde el primer momento, Ariel (escribir “Pink” como si fuera el apellido parece un despropósito) es todo descontrol, pasos de baile medio mareados, palabras ininteligibles musitadas muy cerca de un micrófono saturado de efectos. Hasta los más fervientes de sus devotos tuvieron que hacer un esfuerzo para pasar de cero a cien en los primeros minutos de concierto, prenderse rápido, como fuera, para llegar a la velocidad de Ariel.

Podría haber sido, también, si Ariel hubiera optado por lo fácil, por lo amable, por darle a la gente lo que quería. “Round and round”, la canción de Before today, su disco de 2010 y lo más parecido que tiene este hombre a un single radial, lo dejó para el final. Astuto, sí, pero mezquino, también. Ariel recuerda más bien a un ajedrecista demasiado confiado en su propio talento que, en vez de probar una jugada ganadora en los primeros movimientos, se reserva para el final, apostando al dramatismo del final de la partida. Ariel sabe lo que la gente quiere. Sólo no tiene ningún interés en dárselo.

Podría haber sido, si Ariel confiara de la misma manera en su repertorio que en sus excesos queer. Porque sus tropelías sobre el escenario, su garbo borracho y la polera de Galaxie 500 que luce fuera de lugar y recortada en el cuello son entrañables… pero Ariel parece estar demasiado pendiente de hacer las cosas con desorden, con caos. Si su pose de crooner anarquista no hubiera eclipsado lo dedicado, lo obsesivo que es cuando quiere, tal vez su éxtasis se habría propagado más allá del escenario con más facilidad.

Podría haber sido, si no se hubiera atrevido, quizá envalentonado tras el escenario, a subir de nuevo a la tarima para hacer el bis más innecesario de la historia, durante el que aporreó una batería como un niño de tres años sin interés musical.

Podría haber sido, si la gente hubiera entrado en el modo de ensoñación al que invitaban los pasajes más atmosféricos de sus improvisaciones, rítmicas y evocadoras, pero que de nuevo se quedaban en el juego masturbatorio de músicos que están disfrutando más sobre el escenario que la gente que los está mirando. Daba la impresión de que Ariel y los suyos no eran más que un grupo de amigos borrachos pasándolo bien con instrumentos prestados. Y eso a veces funciona. A veces, es lo único que uno puede pedirle razonablemente a una banda. Pero anoche no, sencillamente porque para acrobacias de ebrio y despliegues de sexualidad indefinida hay tantos otros lugares a los que acudir.

Podría haber sido. Sí, podría haber sido.

Puedes ver las imágenes del show, tomadas por Rodrigo Ferrari a continuación y en nuestro Facebook.