Belle & Sebastian, la banda que hizo del pop un orgullo militante, toca el domingo en Santiago. Como el sueño húmedo de todos en los que los ‘90 y los ‘00 se unieron al culto de las melodías pastoriles y las historias deliciosamente perversas, la banda llega tras una espera de siglos y con una historia que ha sido contada demasiadas veces. Aquí, un par de claves para ver qué hay debajo del mito.

El origen

Un proyecto armado para un curso de gestión musical en 1996. Ese es el comienzo de Belle & Sebastian según la historia oficial. Como un relato de superhéroes, el atisbo de una genialidad metahumana y la feliz coincidencia de estar en el momento y lugar indicados, éste es un hito que en apariencia sólo depende de que un chico flaco y tímido llamado Stuart Murdoch tenga una idea.

Pero hay otra historia. Corría 1979, y mientras la explosión del punk daba sus últimos coletazos un afectado y elegante mod literato forma en Glasgow, Escocia, Postcard Records. Convencido que Orange Juice, la banda de sus igualmente elegantes amigos del colegio, tenían todo para lograrlo, Alan Thorne decide montar su propio sello en su departamento.  Rechaza Londres como centro de operaciones y crea un  modelo DIY con estética de tartán escocés y una fuerte aura de rareza. Con el furor de las pequeñas sensaciones, el sello edita, además,  discos de Josef K, The Go Betweens y Aztec Camera en un breve período, antes de sucumbir ante la presión mainstream que empieza a devorar Glasgow a comienzos de los ‘80.

Ese pequeño hito, como toda historia épica, tuvo efectos duraderos. Postcard Records consolidó una ética de autogestión militante en Glasgow y amparó bajo su alero de influencia a todos los freaks, inadaptados y funcionalmente neuróticos que veían algo donde reconocerse. Sin Postcard no habrían existido The Vaselines . Ni mucho menos The Pastels. Y sin ellos, el twee sería hoy sólo el trino de un pájaro. Stuart Murdoch, en el documental de la BBC Caledonia dreaming declara fuerte y orgulloso al respecto: “El espíritu de Postcard afectó todo lo que hicimos. Queríamos ser los hijos de Postcard”.


El hombre

El genio esta vez viene un forma de un escocés alto y rubio que partió siendo un niño obligado a tomar clases de piano, pero que en realidad quería ser piloto. Hasta que llegó el golpe de testosterona y apareció el llamado de Bon Scott y su voz de lata y Murdoch fue por un buen tiempo un feliz fanático de AC/DC.  Su adolescencia, impopular y sin chicas, fue un terreno fértil para Yes y las fantasías heroicas de rock progresivo. ¿Cuándo, entonces, deja de ser un triste hijo de vecino? Cuenta la leyenda que Murdoch padeció de fatiga crónica por siete años, y que las canciones empezaron a venirle a la mente como un escape de un tedio eterno hasta que a los 23 años finalmente le pareció una buena idea, inspirado en una serie de monitos francesa, armar un proyecto de cuerdas, piano y guitarra con sus compañeros de universidad.

Pero esta historia tampoco es tan simple. Murdoch es, por sobre todo, un fanático. Un militante con metas claras y una convicción a toda prueba. Y sus gustos musicales no son para nada azarosos. A The Guardian le comentó que tuvo un momento de epifanía al ver a la banda de culto por definición, The Smiths, tocar “Bigmouth strikes again”, pero que el momento que le cambió la vida de verdad fue la primera vez que escuchó a Felt -esa pequeña sensación indie en la estirpe de locos geniales a lo Jonathan Richman- tocar en un sucucho. Tanto, que el mito agrega que persiguió a Lawrence Hayward infructuosamente a Londres, como un entusiasta perdido y desesperado.

Pero Murdoch, el fan, no es un extremista. Es más bien un tipo peculiar con gustos muy claros. “Soy religioso. Te recomiendo que reces. No por tus pecados, sino que para tu placer. Dios es un comando y, la verdad, todo el mundo ama a Jesús. Es nuestro más grande héroe mítico”, le dijo a Poptones. Porque Murdoch, como el personaje británico que es, aparece complejo en su idiosincrasia kinkiana: el niño metalero también fue cantante de coro en un iglesia cuando chico, labor que siguió oficiando en su pueblo ante la atónita mirada de turistas que salían santificados ante la imagen de un ídolo del pop que se siente más a gusto comiendo scones con las viejitas de su parroquia y cuyo trabajo más conocido, aparte de ser el líder de una de las bandas más influyentes del indie, fue ser cuidador de una iglesia.

Y como fanático, hay en Murdoch algo ligeramente desviado. Un fan vive a través del otro, de la promesa que ofrece el pop de ser quien quieras ser y que oculta las falencias y crea una imagen artificiosa de lo que tan fervientemente se desea.  Que no diera entrevistas al principio de su carrera, creando ese mito que dice que Belle and Sebastian eran más punk que el punk mismo, tenía que ver precisamente con eso. “Cuando tienes una banda nueva pasas mucho tiempo tratando que se mantenga unida. Era una banda muy grande y había un montón de cosas pasando al mismo tiempo. Le requirió un montón a los miembros más viejos proteger a  los más nuevos y reafirmarles que las canciones siempre serían lo más importante. Nos parecía que lo último que queríamos era contarle sobre eso a todo el mundo. Todo era sobre mantener a la familia unida. Era una banda disfuncional, y si yo tenía una banda disfuncional lo último que quería era ir a Oprah y hablar al respecto”, reveló a The Onion Online Stuart Murdoch.

Belle & Sebastian, a diferencia de su música -que a falta de una mejor palabra debiera llamarse “plácida”, porque la palabra bellesebastianesca aún no existe- fue por mucho tiempo una banda aproblemada, con fuertes conflictos internos, consumidos por la ansiedad de tocar en vivo y por sobre todo fóbicos de ser descubiertos en sus oscuridades. Stuart Murdoch, como el fan número uno de la banda, lo mantuvo oculto.


La banda

Belle & Sebastian encarnaron los ‘90 mejor que cualquier acto grunge. En gran medida, fueron ellos los que inspiraron esa sensibilidad retro-infantil de chalecos apretados y anteojos de marco grueso que se esparció como una epidemia y que llenó de chicas pelicortas que hablaban raro y de hombres sensibles anglofílicos. Con ellos floreció el rescate y clonación de un millón de bandas twee, y el término chamber pop –ese género siempre aristocrático– se volvió moneda de cambio entre críticos musicales. El mundo, por un instante, pareció más amigo de las melodías que nunca.

El seguimiento entusiasta de la bandita de siete escoceses peculiares que encarnaba el new flavor of the month se transformó hacia fines de los ‘90 en un culto, gasolina de alto octanaje para que la devoción explotara sin vergüenza. Belle & Sebastian se hicieron de rogar al recibir el Brit Award, mandaron fotos de amigos en vez de la banda a la prensa, firmaron contrato con Matador, declararon que felices perseguirían a sus fans por la calle y sus seguidores realizaron un centenar de picnics en la campiña en su honor. Con todo eso, Belle & Sebastian se transformaron sin contendores en ese telón en blanco donde cualquiera pudo proyectar su fantasía wesandersoniana.

Hoy, diez años después, la banda llena teatros, toca con la Filarmónica de Los Ángeles e invita a Norah Jones a colaborar en su reciente disco. Están más viejos y menos raros, y transformaron su excentricidad en un estándar que hoy parece ligeramente demodé. En el camino se fueron miembros claves y llegaron nuevos que siempre parecieron estar ahí; romances malditos se acabaron y se celebraron matrimonios de bajo perfil. Por eso, a Santiago llega una banda en proceso de decantación, fértil en proyectos paralelos y que tras un carrera metódica y un par de dolorosos porrazos aterriza en su versión más tranquila.


Los discos

Como toda historia de las buenas, el mito de Belle and Sebastian está construido sobre algo muy simple. Tal como lo explica el propio Murdoch en Daiy Record, “las canciones son sobre cosas aburridas como salir con chicas y romper con ellas. Cosas cotidianas, como la depresión y el clima”. Porque si hay algo que caracteriza a la banda es encarar ese mandato pop que dice que de las miserias diarias es posible sacar grandes canciones. Y hacer aun mejores discos.

Tigermilk (Jeepster, 1996, 1999). La frescura del comienzo, enorme en su categoría de disco indispensable del indie a secas. El favorito de Murdoch y el que divide a los seguidores entre quienes consideran éste el mayor logro de la banda y quienes no. Un compendio de pop guitarrero, adolescentemente libre y despreocupado en su perfecto acercamiento a las melodías. Un gran asomo de la narrativa de Murdoch. No está demás agregar que este disco no fue conocido masivamente sino hasta 1999, después de la edición de The boy with the arab strap y que para los fans de primera época, Sinister fue el “primer” disco de los escoceses.

If you are feeling sinister (Jeepster/Matador, 1996). Un gemelo más robusto de Tigermilk. Una propuesta perfeccionada y con una banda ligeramente más cohesionada. Pop como no se escuchaba hace décadas, pasado por un filtro de ingenio alevoso y muy pero muy británico. “Fox in the snow”, “Like Dylan in the movies” y “Get me away from here, I’m dying” son las cimas del oficio murdochiano.

The boy with the arab strap (Jeepster/Matador, 1998). La manzana de la discordia. El disco que para algunos es el inicio de la autoindulgencia y la autoparodia y para otros un ejemplo fino de artesanía musical y un dominio del formato a la perfección. Lo único que genera acuerdo es que marca un punto de inflexión en la banda.  Incluye aciertos como “Is it wicked not to care” y “Dirty dream number 2”.

Fold your hands child, you walk like a peasant (Jeepster/Matador, 2000). La caída, el  primer gran fracaso de Belle and Sebastian. Un disco pretencioso, lo que no sería pecado mortal si no se hiciera tan evidente su falta de foco y de autocrítica. El intento de Murdoch de dar más poder creativo al resto de la banda no dio los resultados esperados.  Aún así, un álbum nostálgicamente dulce.

Storytelling (Matador, 2002). La debacle. Este disco, del mismo nombre que el film de Todd Solondz, los dejó enojados, frustrados y declarando que nunca más harían una banda sonora y que el director los había engañado. Corresponde al período que se inicia con la salida del bajista Stuart David para dedicarse a su proyecto propio y que termina con la retirada de Isobel Campbell, la eterna némesis amorosa de Murdoch.

Dear catastrophe waitress (Rough Trade, 2003). La reinvención. Un nuevo yo bombástico de la mano de Trevor Horn, el injustamente infame productor de Frankie Goes to Hollywood. La banda en un foco nuevo, excesivo, ambicioso y bien logrado. Abre y cierra con dos canciones indispensable: “Step into my office baby” y “Stay loose”.

The life pursuit (Matador, 2006). El crecimiento. Una banda explorando los alcances de un nuevo formato. Pop pomposo bajado de revoluciones y honesto, que se siente al debe por limitaciones en su ejecución más que por la falta de ideas. Ojo con  “Dress up in you” y “To be myself completley”.

Write about love (Matador, 2010). Un disco que parece haber dejado atrás todos los conflictos que alguna vez afectaron a Belle and Sebastian. Aquí se habla de lo que se siente de verdad y se canta con quien se quiere de verdad. Atención con “Come on sister” y “Sunday’s pretty icons”. No será el mejor disco que estarán presentando en Santiago, pero sí el más depurado.