1951-1968: Vereda tropical

En el Perú de inicios de los años ‘50 algo comienza a hervir. Los veranos son cada vez más calurosos y la ciudad de Lima, su centro de poder, cortesana y acriollada, agringada y colonial, con palmeras y pacata, sufre una doble invasión: por un lado las ondas hertzianas de la radio inundan la atmósfera de ritmos tropicales que invitan al amor y al deseo: sones, mambos, boleros; y por el otro, inmensos arenales, cerros y planicies desocupadas van dando paso a nuevas urbes y poblaciones de migrantes en busca del sueño capitalino. “Cinturones de fuego” los llamaría José María Arguedas, oscilando entre la profecía socialista y el apocalipsis capitalista. Veredas tropicales, sí, pero también andinas, mestizas, híbridas, cholas; esperanzas de ser ciudadanos en un país dependiente y postcolonial. Aquí se dará el escenario privilegiado para que esas ondas hertzianas se transformaran en cópulas y matrimonios culturales inauditos y sorprendentes.

Es 1951 y un cubano “cara e’ foca” más conocido como Dámaso Pérez Prado llega a Lima a presentarse en Radio El Sol. Es la fiebre del mambo y en el aeropuerto de Córpac una multitud de criollos y andinos se reúnen a recibirlo y celebrarlo. La fiebre llegará a niveles de delirio colectivo con el concierto y el gran concurso de mambo que se iba a realizar en la virreynal Plaza de Toros de Acho. Lima enloqueció, tanto sus clases pudientes como las populares. La fiesta prometía ser una liberación de los sentidos y un arrejunte entre clases sociales que espantaron al entonces Cardenal Primado Juan Gualberto Guevara, quien amenazó con realizar una excomulgación masiva a los que asistieran al endemoniado y pecaminoso baile.

Pero el bicho tropical se había inoculado en las venas del país. A mediados de los ’50 el mambo es progresivamente reemplazado en las preferencias por diversos ritmos del caribe, ya sea el merengue, el guagancó, el chachachá, el joropo y la cumbia, que comienza tímidamente a sonar por esos años. Los ritmos norteamericanos, como el naciente rock and roll y el twist, también se introducen pero esta será una época de primacía sobre todo de los ritmos cubanos. El son y sus parientes, como la rumba, la guajira, la conga y la guaracha, van inundando el mercado musical: grupos como La Sonora Matancera (en la foto de abajo, junto a Celia Cruz), Celina y Reutilio, Los Compadres, íconos como Benny Moré o Celia Cruz, conquistan no sólo Cuba y el Perú sino toda Latinoamérica. A fines de los  ‘50 la Revolución Cubana confirma que los gringos no sólo no pueden colonizar del todo la cultura latinoamericana, sino que tampoco la pueden someter del todo políticamente.

A inicios de los ‘60 la convivencia, pero también la predominancia de los ritmos tropicales sobre los anglosajones, es evidente. Es la época de oro de las grandes orquestas y sonoras musicales, conformadas a semejanza de las big bands americanas, y capaces de tocar swing y jazz, pero sobre todo las diversas variantes tropicales que inundan promiscuamente el mercado de baile local, amparándose bajo el nombre de “música internacional”. La Sonora de Lucho Macedo, La Sonora de Eulogia Molina, el arequipeño Mario Cavagnaro y su Sonora Sensación, la Orquesta de Carlos Pickling, además las bandas de músicos argentinos radicados en el Perú, como Peter Delis, Freddy Rolland y Enrique Lynch, animan las pistas de bailes con todos los ritmos posibles, con las mezclas más inéditas, con el repertorio más variado.

De todas éstas orquestas la más exitosa es La Sonora de Lucho Macedo (foto de abajo), que comienza el año 1955 acompañando a Celia Cruz, y que después de grabar, tanto a nivel local como internacional, varios discos de son, guaracha, mambo e inclusive rock and roll, publica en 1965 un disco exclusivamente dedicado a la cumbia: Cumbia que te vas de ronda (Virrey DV 494). Una hermosa canción de este disco, “Mujer de música”, corrobora esta heterogeneidad y pluralidad auditiva tropical: “Quiero hacer una mujer de música /para que sea mi novia:/una guaracha sus manos,/ un chachachá su cintura,/como un merengue sus labios/ y en su mirar una cumbia”.

Este disco también demuestra que 1965  es el año en que, de toda la diversidad de géneros musicales, es la cumbia el ritmo que atrapa las preferencias del mercado y las pistas de baile. Virrey, una de las disquera más grandes de aquella época, confirma este dato en su disco Los 16 éxitos del 65 (Virrey DV 524), donde en medio de boleros, baladas surf y valses confirma la predilección que empieza a cobrar el género venido desde la costa del atlántico colombiano: “Del examen simple y directo de los ritmos que cautivaron el interés general de la presente temporada, no hay duda que el ágil ritmo colombiano Cumbia, estableció claro predominio sobre otros estilos que se insinuaron capaces de mantener en lugar preferente” reza la breve reseña en su contratapa.

Aunque la música cubana sigue llegando desde la isla revolucionaria, al caer el aparato capitalista imperial que apoyaba su fabulosa industria musical, cae también mucha de su difusión mediática a nivel latinoamericano. Poco a poco la cumbia va llenando ese vacío y,  auspiciado por las transnacionales del imperio, se convierte en la nueva música bailable del continente, ya sea tanto de los salones como de los barrios populares y, aunque parezca inédito, también en Los Andes.

Es por esta época que la exitosa banda de folklore Los Pacharacos editan el disco Los ídolos del pueblo (Virrey DV 507). Una de las sorpresas del disco es que, además del potpurrí de huaynos, valses y polkas, tenemos uno de cumbias; pero la otra sorpresa y novedad es la de su nueva formación, que incluye al miembro más joven y primera guitarra del grupo: un muchacho de tan sólo veinte años llamado Berardo Hernández, quien llegaría a convertirse, junto a Enrique Delgado, en uno de los genios creadores de la cumbia peruana cuando en 1969 adopte el nombre artístico de Manzanita.

El matrimonio entre folklore y cumbia estaba dado, diversas bandas huancas y de la zona de La Sierra de Lima como Huarochirí, comenzarían a tocar cumbias bajo el formato de banda tradicional, que contaba con el saxo y el clarinete como elementos claves de su instrumentación. Esto, además, demuestra un origen heterogéneo y multicultural, ya que el saxo y el clarinete llegan a estas zonas por los años ‘30, como acompañamiento a las pequeñas bandas de jazz y foxtrot que animaban las fiestas en los campamentos mineros controlados por los capitales transnacionales norteamericanos.

Los Demonios del Mantaro, Los Compadres del Ande, Los Demonios de Corocochay y Los Ases de Huarochirí preservaban en su ejecución la fusión de ritmos como el foxtrot y el mambo junto con el huayno y la cumbia. Este feeling, entre jazzeado y ahuaynado, totalmente sincrético y mestizo, sería la base para el éxito de canciones tan heterodoxas e inclasificables como “La chichera” o “Petipan”. La grabación, el año 1966, de estas dos canciones de Los Demonios del Mantaro en un seminal 45 del sello MAG, significaría el  nacimiento de la “cumbia andina” o “chichera”.

El éxito es tremendo, ayudado también por la nueve fiebre de la cumbia, que llega al paroxismo cuando el año 1967 el arpista venezolano Hugo Blanco llega al Perú y se convierte en un fenómeno de masas. Este mismo año la disquera Sono Radio edita un LP de cumbias y pompos donde, junto a las Sonoras de Cavagnaro y Enrique Lynch se encontraban Los Demonios del Mantaro de Carlos Baquerizo. Es decir, contra lo que una lectura esencialista y dualista de la realidad nos quiere hacer creer, al parecer la cumbia de salón y la cumbia provinciana y chichera se daban la mano por aquel entonces. El clasismo todavía no se instalaba en aquella naciente y mestiza industria cultural tropical andina.

Pero 1967 es también el año de la conversión de la mayoría de grupos soneros y guaracheros en grupos de cumbia. La presencia de la guitarra eléctrica en la guaracha se da por influencia del rock y el jazz americano, como sucede en el caso del popular grupo cubano Los Guaracheros del Oriente. Este sonido “más moderno” en el son y la guaracha sería el que retomarían bandas locales como Los Totos, Mita y su Monte Adentro, Los Ribereños, Pedro Miguel y sus Maracaibos y quizás la más exitosa de todas ellas, Compay Quinto (foto de arriba). La diferencia con el sonido de la guaracha tradicional y la más moderna que venía de Cuba está en una mayor presencia del bajo y el güiro y en una mayor velocidad y versatilidad en el uso la guitarra eléctrica. Escuchar los punteos y los ritmos endiablados y acumbiados de “Agüita de coco” de Pedro Miguel y su Maracaibos o “El diablo” de Compay Quinto pueden servir como ejemplo de esta nueva sonoridad, que se apropiará del nuevo boom del rockanroll que en el año 1968 es la música más promocionada por la modernidad capitalista.

Al año siguiente, Berardo Hernández, ahora llamado Manzanita, editaría su primer disco LP para Dinsa Arre caballito (DLP 0023). Previamente, en el mismo 1968, Enrique Delgado, quien había pasado por bandas de música criolla como La Sonora de Eulogio Molina e inclusive un grupo beat, había editado con su nuevo grupo un histórico 45, El avispón/la ardillita, con su posterior LP debut para el sello Iempsa: Los Destellos. Su sonido eléctrico y frenético a la vez que sincopado, acusa una fusión entre la cumbia y la velocidad del rock and roll, entre la rítmica tropical y el mestizaje andino.

Es época de cambios sociales y políticos, de militares nacionalistas, enfrentamientos transnacionales y luchas antioligárquicas, y mientras algunos esperan una revolución, en la contratapa del disco de Manzanita se realiza un paralelo político con los nuevos vientos culturales y musicales: “Hablar de Manzanita, es hablar de la época actual en la que nuestra Patria está en un proceso de nuevas estructuras, así nuestro extraordinario guitarrista quiso expresar su inconformismo dando al huayno el matiz tropical, y creando de paso su escuela que actualmente tiene seguidores”. Estos seguidores, tanto de Manzanita como de Enrique Delgado se multiplicarían como si hubiera estallado una supernova cultural: Los Beta 5, Los Diablos Rojos, Los Rumbaney, Los Girasoles, Los Orientales de Paramonga, y muchos más, seguirían la estela múltiple y polifónica abierta por los maestros: el sonido de la cumbia peruana, híbrida mezcla, fusión orgiástica, espejo del mestizaje, sueño más allá de lo clasista, utopía donde cualquier cambio o revuelta comenzaría por la liberación de las pistas de baile y las pasiones.

Alfredo Villar  (Lima, 1971) produce y dirige “Sonido inca”, programa especializado en música tropical del Perú que transmite la Radio Valentín Letelier de Valparaíso. Algunos capítulos se pueden escuchar acá