para Descatalogados: Los mejores discos chilenos que ya no se pueden encontrar.

Los cambios, giros y evoluciones de sonido en una banda de largo aliento son una tendencia natural, pero que en el rock chileno se miran con extrañeza, casi pidiendo explicaciones. El pasado “rockero” del grupo Congreso suele mencionarse como el eco de una leyenda o como una anécdota curiosa, y no como la plataforma lógica desde la cual comprender su historia. Los inicios de los de Quilpué estuvieron entrelazados con la misma fusión sicodélico-folclórica ensayada a fines de los años sesenta por Los Jaivas, Blops o Congregación; por mucho que el tiempo la haya encaminado por los derroteros del jazz o la raíz latinoamericana. Mal que mal, el trío fundador del conjunto (el de los hermanos Patricio, Sergio y Fernando González) provenía de grupos escolares, como Los Masters, moldeados a imagen de los Shadows o los Beach Boys, y la incorporación de Pancho Sazo (ya fogueado en algo cercano a la música profesional gracias a Los Sicodélicos) apuntaló al grupo en un soporte beat de gran frescura.

Acaso por esa experiencia, el sonido de El Congreso es el de una excepcional riqueza para un álbum debut. Lo que se escucha es un grupo que ya no busca afirmarse en fórmulas, y que de a poco se desembaraza de estilos importados para salir en búsqueda de algo aún no inventado, una etiqueta por crear; y que haría, a la larga, de la clasificación misma de su sonido un despropósito. Como indica David Ponce en el libro Prueba de sonido, «escogido en alusión a la variedad de integrantes y gustos musicales a bordo, el nombre [Congreso] iba a ser profético […]. Con el tiempo crecería hasta ver pasar a veinte músicos por sus bancadas y afrontaría de corrido las tres siguientes décadas de la Historia de Chile para seguir vigente al día de hoy».

Si el propósito de Congreso era comenzar a acomodarse en esa gloriosa incomodidad intergéneros que fomentaba su época, El Congreso es un disco perfecto: ni el rock es completamente rock ni el folclore, folclore; aunque esos dos ejes enriquecen composiciones que el grupo sabe acotar y dirigir, esquivando acertadamente una improvisación redundante o falsamente virtuosa (incluso en el instrumental “El errante” o en el largo final, con “A.A.R.” —que debe ser visto, más bien, como un saludo experimental y la primera prueba de las asombrosas capacidades de Tilo González sobre la batería—), y afirmando un pulso ágil y electrificado que nunca llega a ser estridente. El grupo trabaja con los mejores elementos, y confía en que nada demasiado malo puede resultar de esa mezcla. “Maestranzas de noche” se aprovecha de los versos de Pablo Neruda una década antes que Los Jaivas para ubicar un tributo sobre «obreros muertos» en estrofas tarareables; y “Vamos andando, mi amigo” ensaya uno de los mejores intentos de la época por poner la electricidad del rock al servicio del hombre nuevo latinoamericano:

Vamos andando, mi amigo
el sol se está levantando.
Vamos andando, mi amigo
la tierra está esperando.


Vamos a sembrar el trigo,
ése que nos dará el pan.
¡Cuánto tiempo sin sol!
¡Cuánto tiempo sin trigo!


El rock de Congreso era, a estas alturas, balanceado entre la contemplación de la Naturaleza (“Así serás”) y la acusación social, aunque prefería centrar esta última en arquetipos patéticos (como en “Mírate al espejo”: «Te crees el rey de la tierra / andrajo de la naturaleza / Hombre de la ciudad, mediano / Amo de lo trivial, enano») antes que afirmar grandes causas reivindicativas. El disco no escapa a esa mezcla de desazón y pulsión por el cambio que caracterizó al hippismo, y que en el tema “Rompe tu espada, vive la vida” adopta una marcha incisiva —guía de batería, guitarra casi monocorde, flauta inquietante— que alude a una cierta oscuridad tétrica, acaso premonitoria del curso que seguiría Chile dos años más tarde:

Mirando las cuencas de esa calavera,
pienso en la guerra.
Mirando los cauces de ríos profundos,
pienso en el mundo.


¡Y grito y me desangro
sin poder hallar felicidad!


Pensando en las tumbas allá en las arenas,
lloro de pena.
Pensando en el barro que cubre la estrella,
pienso en la tierra.


¡Y grito y me desangro
sin poder hallar la felicidad!


Pensando en las cruces de un camposanto
paro mi canto.


Rockero, sí, pero éste es un disco que suena a Latinoamérica (ahí está el atractivo cover de “El cóndor pasa”) y que no por reflexivo se priva de la sencilla nostalgia amorosa de “Ella en todas partes”. “La roca” puede ser el tema que mejor ejemplifique la plataforma desde la cual Congreso eligió proyectar en sus inicios una trayectoria que, ya en este debut, apostaba por una larga vida: aquí están la épica, la descripción narrativa, la justa integración de los arreglos, el esbozo inequívoco de una identidad sonora. «He cambiado tanto, tanto / como tu caspa de algas en la noche / Los dolores que soporto no me muevan / Y los vientos que a mi soplan / no me cambien», cantan y tocan chicos de poco más de veinte años de edad. La historia completa de Congreso no puede comprenderse, por lo tanto, sin la solidez señera de este debut que ya contenía la esencia de un vuelo creativo tan ambicioso como precoz.