El suicida del copyright Claudio Ruiznoviembre 22, 2010Columnas6 comentarios (Fotografía Justin Davis, CC:BY-SA) Hace algunos días Jammie Thomas-Rasse fue condenada a pagar más de un millón y medio de dólares a la industria discográfica norteamericana por la descarga de 24 canciones desde su hogar. La misma industria que no tiene escrúpulos en inventar productos que insiste en denominar artistas y la misma que se esmera en entregar pretenciosos premios con nombres de piedras preciosas a cantantes que aun no venden ni una sola copia en las disquerías. Esta semana recién pasada Gregg Gillis ha publicado su quinto disco. La totalidad de sus canciones son tan originales como ilegales. Según Wikipedia, en nota editada solo horas después de su publicación online, Gillis -también conocido como Girl Talk- se sirvió de 372 piezas de canciones para construir All Day, sin contar con la autorización de sus titulares de derechos de autor. Sin ir más lejos, el sello que publica el disco se llama, casi como si fuera un arriesgado guiño a una industria que ha hecho de los tribunales de justicia la mesa a patear, Illegal Art. Todo comienza con uno de los riffs más famosos de la historia del rock y la quebradiza voz de Ozzy Osburne en War Pigs repentinamente comparte pista con las rimas de 2Pac y Jay-Z. Siguiendo el cálculo de los abogados de la industria discográfica -según algunos los únicos que se benefician en esta guerra del copyright- Gregg Gillis debería haber depositado en las cuentas de la industria musical más de 23 millones de dólares para hacer un disco que respetara los dictámenes de la regulación del derecho de autor. De ese derecho que al parecer tiene poco de protección a autores y mucho de defensa de la industria y sus abogados. Varios se han preguntado por qué Gillis no ha sido llevado a alguna corte norteamericana a confesar sus delitos flagrantes. Una de las explicaciones es que Girl Talk hace rato que dejó de ser un artista inofensivo y under: ha tenido apariciones estelares en varias películas que se refieren a la reflexión crítica sobre el derecho de autor, profesores universitarios y legisladores hablan de él y, en definitiva, se ha convertido sin quererlo en un caso ejemplar de esta cultura del remix y el mashup. Demandarlo, sostienen algunos, implicaría encender las sirenas para grupos de defensores del fair use sirviendo como un ejemplo paradigmático de por qué tenemos que cambiar la ley. No sólo probablemente sería defendido por los abogados más prestigiosos de Estados Unidos (fundamentalmente EFF y el Berkman Center de Harvard), sino que, de pasada, sería un cuestionamiento radical a las prácticas de la industria. En Chile, la SCD debe estar tranquila porque, cosa curiosa, el artículo 71B de la ley de propiedad intelectual podría autorizar al uso que hace Girl Talk sin necesidad de pago alguno. Los gurús 2.0 -casi siempre más preocupados de inventar conceptos que parezcan nuevos que del rigor- dicen que estamos en una etapa extraña en la historia, superando el llamado paréntesis de Gutenberg. La idea, en resumen, sostiene que la masificación de la tecnología implica una vuelta al principio, un rompimiento con las lógicas de la era moderna en lo que se refiere a la producción cultural. Estaríamos ante una vuelta de la producción propia, de lo artesanal, la fragmentariedad y, sorpresa, el remix. En esta vuelta a las raíces, Girl Talk viene a ser el perfecto negativo, el doppelgänger, del artista del renacimiento europeo. El creador renacentista, ese ermitaño malgenio y vividor que soñaba con la aparición del ‘genio’ que le ilustrara el camino de la creatividad, es hoy un ingeniero químico que debe plastificar su computador para evitar algún percance derivado del sudor o de la cerveza desperdiciada por los aires al calor de su energético show en vivo. Pero tratamos con las leyes que querían proteger al idealizado artista clásico al artista del futuro que hace de la mezcla insolente una construcción cultural valiosa, creativa y, paradójicamente, original. Desde la óptica del derecho de autor tradicional, Girl Talk está más cerca de ser un suicida que el cada día menos rockero -y más delirante y menos creativo- Claudio Narea, agresivo paladín de los intérpretes criollos. Girl Talk no sólo hace un ejercicio obsceno y provocador de rescate y remezcla cultural sino también pone en jaque las concepciones clásicas de autoría y obra original. Sin querer queriendo, y con cinco discos que parecen una extraña pero valiente inmolación, también nos muestra las fronteras del derecho de autor del futuro.