Hace justo un año, moría David Bowie y su partida iniciaba una lista de reconocidos artistas de la escena pop -sobre todo musical- que nos dejaban, transformando el año que pasó en un continuo obituario amplificado por una audiencia que, huérfana de referentes, proyectó en estos artistas aquellas características que alguna vez tuvieron políticos, pensadores, activistas y próceres.

Chile, país prolífico en emotividad descontrolada fue el caldo de cultivo perfecto para sollozar colectivamente ante cada partida, complementado con arranques de entusiasmo como el que la fallecida Carrie Fisher a través de su personaje Leia, era “como la mujer chilena en Dictadura” (?) o sentidos homenajes donde Bowie o Cohen funcionaban para varios como una figura paternal mucho más cercana que el propio padre proveedor y ausente tan característico de estos tiempos.

Una de las muertes que cerró el año que pasó, fue la del cantante inglés George Michael. Aún sin causa confirmada aunque con notorios y serios problemas de salud que arrastraba desde hace un tiempo en medio de un silente cautiverio, nos dejó una de las voces más privilegiadas de nuestro siglo, redescubierto musicalmente por muchos que hasta ahora lo conocían más por su atrevida manera de vivir.

Por alguna razón, esta ha sido de las muertes que más me ha afectado, probablemente porque la música de Michael me acompañó durante toda mi vida, desde sus fluorescentes años de Wham!, hasta sus días de mayor sobriedad en que cultivó un imagen más cercana a la de un crooner.

En agosto de 1984 el dúo integrado por George Michael y Andrew Ridgeley estrenaba “Freedom”, una pegajosa canción que venía a subir los ánimos tras el apabullante y desgarrador éxito de “Careless Whisper”. Años después e incluso hasta estos días, se transformaría para mí en lo que se conoce como placer culpable: un gusto oculto, no reconocido y hasta negado que me hizo rayar más de un casete de tanto escucharla.

El new wave había sido siempre una de las principales influencias musicales a las que me vi expuesto siendo el menor de cuatro hermanos que no podían vivir sin música. Pero había algo “Freedom” que me hablaba a mí y que al mismo tiempo no podía expresarlo libremente, una paradoja. Siempre pensé que pudo haber sido el temor a que mis pares vincularan mi gusto musical con la homosexualidad que -aunque no reconocida sino hasta 1998- siempre fue evidente en la carrera de George Michael. Eran los inicios de los 90s y cuestionamientos a tu sexualidad no eran la mejor manera de hacerte conocido en un colegio de hombres. Sin embargo, el tiempo me permitió encontrar la verdadera razón de esa culpa. Era el juicio público sí, pero no en cuanto a preferencias sexuales, sino a lo que Michael decía en aquella canción.

Gran parte de la media en el colegio era una extenuante carrera por pertenecer, ser respetado y considerado por tus pares, y donde buena parte de la dinámica social contemplaba un frenesí por “agarrarse minas”. Habían rankings y trofeos para los más prolíficos en conquistas, elencos donde siempre figuré en lo más bajo de la tabla de posiciones. Fue ahí cuando más sentido me hizo ese coro con sabor a chicle de frutillas que declaraba a los cuatro vientos I don’t want your freedom/ I don’t want to play around/ I don’t want nobody’s baby/ Part-time love just brings me down. Mis fantasías de amor verdadero en tiempos en que lo preferible era que fueras every little hungry schoolgirl’s pride and joy (como el propio Michael diría años después en “Freedom! ’90”), no tenían mucha cabida entre las preocupaciones que podías compartir con tus amigos, pero siempre quedaría un refugio en la soledad de tu cuarto y la complicidad de tus audífonos.

Cada canción de George Michael fue una verdadera declaración de principios, antorchas de rescate en medio de un mar de lo esperable, lo común y lo “normal”. Decidido a vivir sin miedo, sus letras no solo buscaban meterse en los pantalones y faldas de quienes los escuchaban, sino sobre todo en sus cabezas y entrañas musicalizando muchas de las dudas, aprensiones y miedos con los que hombres y mujeres lidiamos cuando intuimos estar saliéndonos de la regla.

No puede ser casual que George Michael, Prince, Juan Gabriel y David Bowie nos hayan dejado como si estuvieran planeando una fiesta interminable y sin límites en quién sabe dónde. Artistas distintos por donde se les mire y que hicieron parte de su discurso esa bendita diferencia que muchas veces nos permitió -al menos- pensar que no estábamos solos.

A esa fiesta están invitados todos quienes han optado por vivir sus vidas a su manera, aunque a veces no encajen, aunque a veces sea más difícil, aunque a veces te quedes solo, pero donde siempre tendrás música y baile aunque sea frente al espejo. Gracias por tanto George. Acá seguiremos tratando de agarrar todas esas mentiras y transformarlas –de alguna forma- en verdad.