Carmen Duarte nos trae un nuevo Lovesongs, donde nos comenta los pormenores de esas lacrimógenas canciones de amor que de una u otra forma terminan sonando en tu radio o reproductor. Esta vez es el turno del eterno latin lover Emmanuel.

Emmanuel, el cantante torero, es por sobre todo un par de hombreras gigantes, la mirada ladina en un cara angulosa que canta sobre mujeres fatales, aventuras trasnochadas, con esa sensación pegote que tan mal traducían los televisores de rayos catódicos, con sus ingenuos efectos de humos y neones gastados.

Emmanuel es el sex symbol ochentero por definición, irresistible con su new wave latino (“Chica de humo”), avezado descubridor del nicho de las MILF (“Bella señora”) y hasta insoportable en sus devaneos intelectualoides (“La séptima luna”, gentileza de Sabina).

Emmanuel, un intérprete sobresaliente en una industria ansiosa que veía el declive de su golden age con el setentero sonido de Hispavox diluyéndose entre sintetizadores. Ridículo a veces y carismático la mayoría, Emmanuel se aleja de las caricaturas (El Puma) y de la figura divina (Raphael o Camilo Sesto), siendo simplemente el latin idol que las ha visto todas.

Heredero directo de una tradición heroica AM, hijo pródigo de Manuel Alejandro -quizá el más grande compositor hispano, que hizo grande a Raphael, Jeanette o José José-, el veinteañero Jesús Emmanuel Arturo Acha Martínez había sacado tres discos de mierda, y se encontraba en la fase Bowie de “querer lograrlo demasiado sin aún poder encontrar el sonido justo”.

Como intérprete, Emmanuel no tiene una gran voz ni una presencia inmediatamente subyugante: era talentoso sin ser extraordinario, la gran tragedia de nuestros tiempos. Hasta que se juntó con Manuel Alejandro y juntos sacaron el definitivo y consagratorio Íntimamente (RCA, 1980).

Disco sobresaliente por su candencia orquestada, reflejo del nivel de oficio alcanzado por Manuel Alejandro, Emmanuel aparece como un hombre apasionado, pisoteado por malas mujeres, cándido en su calentura y pudorosamente honesto al describir en su despecho. El mismo que después se escudaría en sus chaquetas de campeón y la confianza que le dan teclados kitsch como una suerte de crisis de la mediana edad, aquí aparece jovencísimo, análogo, con un brillo casi hippie bajo los focos sepia de los estelares televisivos, donde se pasea lánguido con sus pantalones acampados y bucles al viento.

“Todo se derrumbó dentro de mí”, uno de los grandes singles de este disco (que también incluye “Insoportablemente bella”, “Quiero dormir cansado” y “El día que puedas”) es una canción de traición. Armada en base al contraste de violines agudísimos y cuerdas graves, se arrastra creando una tensión de escena cúlmine, con un tono que va subiendo hasta adquirir ribetes de denuncia, que se complementan con un melancólico clavicordio que marca un paso fúnebre. “Yo era feliz contigo vida mía/Tú eras principio y fin de mi alegría”. Emmanuel, lastimado, recuerda a esa mujer perfecta, que parece ser la definitiva. Y aunque se anticipa que habrá drama o misterio, no se está preparado para la dimensión del reclamo.

Yo te creía fiel como la luna/Que acude a protegernos cada día/Yo era feliz contigo vida mía/Tu eras mi perro fiel/Yo era tu guía/Hasta que desperté de mi locura/Y pude comprender que me mentías

De sopetón, aquí emerge un hombre traicionado, profundamente herido en el amor propio, que ve como lo que creía seguro se le escapa sin tener nada que decir al respecto. Como una colonia que se independiza, Emmanuel está perplejo ante la noción que a pesar de haber sido feliz con ella, la mujerzuela en cuestión resultó no ser un animal de compañía o una figura casi maternal a la que acudir para tener refugio. No, la muy desfachatada se ha mandado a cambiar. Y eso -para quien estaba tan seguro- lo destruye.

Emmanuel, hombre mexicano, se siente enloquecer al saber que lo engañaban. Para su consuelo, no era sólo él: a principios de los ochentas, las cosas estaban cambiado en Latinoamérica. Las mujeres, que han destrozado a Emmanuel, continuaban su inexorable mutación. Lo que no hicieron las feministas, lo empieza a hacer el acceso al trabajo, el inevitable aumento del nivel educacional y la maldita economía. Y esas otras mujeres, compañeras mudas que se dan por sentado, empiezan a transformarse lentamente en apariciones, que pueblan la cabeza algo afiebrada de un hombre que ha llorado toda la noche.

Todo se derrumbó dentro de mí/dentro de mí/Hasta mi aliento ya me sabe a hiel/Mira mi cuerpo como se quiebra/Mira mis lágrimas como no cesan por ti” Pero Emmanuel exige revancha. Quiere que alguien le responda por esa putrefacción que lo consume por dentro y que lo tienen en una posición indefensa, tan vulnerable. Él quiere que esa mujer pague. Que lo vea deshecho y no pueda más que sentir una culpa cáustica. La desgracia –lamentablemente- es que no hay nadie ahí para mirarlo.

Todo se derrumbó dentro de mí/dentro de mí/De humo fue tu amor/Y de papel/Mira mis sueños como se queman/Mira mis lágrimas cómo no cesan por ti”.

Ante eso, el único recurso es hacer que todo lo vivido no valga nada, y despojar los recuerdos de cualquier afecto, transformados en papeles sucios. Emmanuel, enrabiado, se sabe un iluso y no puede evitar sentir vergüenza. De ella, no sabemos nada. Ni porqué se fue y ni cuál fue su terrible engaño. Es una mujer que desaparece de la nada, un estereotipo que aún así es capaz de dejar un cráter polvoriento a sus espaldas.

Una maldita, que no depende de nadie, y que no le basta que sólo sean felices con ella, o tener que ser la responsable de la alegría de otro. Una, que para más remate, no se da vuelta a ver el desastre que dejó. Para Emmanuel, una perra. Para quienes escuchamos “Todo se derrumbó dentro de mí” treinta años después, una señal de cómo empezarían a actuar las mujeres en las décadas venideras.