Soy un disco quebrado: Odelay de Beck cumple 20 años Andres Panesjunio 17, 2016ColumnasDestacados1 comentario De cómo un candidato a one hit wonder sortea los prejuicios de la industria y los caprichos del destino para matricularse con un disco imprescindible de los 90. Beck estuvo en apuros por el improbable éxito de “Loser”. Mezcla viscosa de rap y country, la canción se volvió omnipresente en 1994, reeditada por la poderosa compañía DGC tras un primer lanzamiento indie. Gracias a ella, Mellow gold vendió un millón de copias. Sin embargo, los ejecutivos quedaron disconformes con el rendimiento comercial de su contratación salida del underground. Recordemos: era una época fecunda para el negocio disquero, se movían cifras con las que ahora sólo Adele puede soñar. Hacer Odelay fue un proceso difícil. Beck no sólo tuvo que soportar la reticencia del sello, sino también la de un sector de la prensa que lo candidateaba a one hit wonder. Además, sufría en su vida personal. En cuestión de meses, perdió a tres cercanos: Jac Zinder, el promotor que le abrió las puertas de la industria; Leo LeBlanc, el intérprete de pedal steel que aparecía en Stereopathetic soulmanure (1994) y lo acompañaba en vivo; y Al Hansen, su abuelo materno y el artista más influyente en toda su carrera. Para resistir la negatividad, se encerró en el estudio casero de Dust Brothers, la dupla de productores a cargo de Paul’s Boutique de Beastie Boys. Los tres dedicaban semanas a la factura de una sola canción. Caso emblemático: “High 5 (Rock the catskills)”, armada a base de montones de samples, incluso uno de Schubert. Los Dust Brothers tenían un muro lleno de vinilos y, como su primitiva versión de Pro Tools tardaba media hora en almacenar los datos de las sesiones, había tiempo de sobra para pincharlos. Siendo minucioso, Beck compensaba la falta de pulcritud de Mellow gold, concebido originalmente para ser editado por la pequeña compañía Bong Load Records. Desde luego, en DGC no estaban contentos con la demora. Según Stephen Malkmus de Pavement, que giró con Beck en esa época, el título Odelay sería una contracción de Oh delay (oh tardanza). En 100 greatest album covers, el diseñador Storm Thorgerson escribió que la estrafalaria foto de la portada, un pastor húngaro (inusual raza de perro) saltando una valla, sólo fue aprobada por el sello porque ya no había más plazo para esperar otra. Aunque comúnmente se afirma que la palabra debe su origen a “órale”, la interjección mexicana que Beck escuchaba a diario en el barrio latino donde creció. De hecho, en el arte del CD sale escrito “órale” con letra manuscrita. El mismísimo Bender de Futurama, cuando Beck fue invitado a la serie, aprovechó de repasarlo por sus deformaciones idiomáticas. “Yo podría escribir una canción. Con palabras reales, no falsas como Odelay“, le dijo el robot. La respuesta que obtuvo: “Odelay es una palabra, sólo búscala en el Beckcionario“. En ese episodio, el propio Beck admite que no entiende sus letras: “Tú sabes, cuando me enojo, escribo una canción sobre eso. Como ‘Devil’s haircut’. Me sentía… ¿de qué se trata esa canción?”. Hablando en serio, Beck sólo hacía algo que le afloraba: dejarse guiar por los principios de su abuelo. Al Hansen era discípulo del compositor John Cage, parte del movimiento Fluxus y cultor de los happenings, instancias de arte performativo en las que interviene la audiencia con el fin de alcanzar un estado en el que todo parezca posible. Cada una de sus enseñanzas fueron asimiladas en Odelay: el principal interés de Beck era causar fricción dentro de su música para salvarla de caer en banalidades. Por eso en “Lord only knows” irrumpe un solo de guitarra a lo Eddie Van Halen y en “Hotwax” se asoma un sample de melodeón sacado de algún vinilo de música norteña, aparte de un extraño coro en español que dice “yo soy un disco quebrado, yo tengo chicle en mi cerebro”. Beck dividió el resto de su atención en múltiples focos. Admiraba a Gabor Szabo, un jazzero que compró un sitar y lo sumó sin dominarlo por completo a un disco que tenía listo, al que posteriormente bautizó Jazz ragga. Fue su inspiración para adquirir una tambora y un sitar, y al par de horas grabar un poco en la críptica “Derelict”. También le atraía la fusión cultivada por el grupo Country Funk (el nombre se explica solo), en el que se basó para modelar “Sissyneck”, donde además samplea un tema suyo. PCP Labs, el estudio de los Dust Brothers, se convirtió en un patio de juegos. A mediados de los 90, los únicos usuarios de sintetizadores Moog eran, en palabras de Beck, “Stereolab y un par de bandas indie, así que los compraba por 60 dólares. Tenía una pila de ellos, llevaba uno y lo usaba hasta romperlo, después iba y conseguía otro”. De ahí su uso extensivo en Odelay, aunque el gusto por las teclas permanece: hay que hacerse el favor de mirar la chistosa versión de “Where it’s at” tocada con un humilde Casio. La variedad de recursos caracteriza a Odelay. Desde la voz grabada en walkie talkie de “Novacane” hasta el bajo del jazzista Charlie Haden (Ornette Coleman, Gato Barbieri) en “Ramshackle”, pariente espiritual de “Blackhole”, la canción de Mellow gold que cuenta con el violín de su hija Petra. En el plano de las ideas, decenas se suceden en cadena: citar a Marcel Duchamp en “Readymade”, identificarse con Them (otros blancos que a veces tocaban música de negros) y samplearlos en “Devil’s haircut” y “Jack-ass”, vaticinar que el mundo sería víctima de una sobredosis de información en “New pollution”, seguir conectado en cierta medida con el ánimo del grunge en “Minus”. Cuando Beck se entusiasmó con el disco, pasó de tomarse tres semanas en una canción a completar una al día, a veces de forma consecutiva (“Devil’s haircut” y “New pollution” nacieron con 24 horas de diferencia). Al final, acumuló 40 temas, muchos de ellos aparecidos en distintas ediciones, como “Diskobox”, una colaboración con Jon Spencer, o “Burro”, la relectura en clave mariachi de “Jack-ass”. Dos décadas después, Odelay todavía es un pasadizo hacia dimensiones sonoras dignas de exploración, como los beats de Bernard Pretty Purdie, los gritos de Mike Millius o el groove de Rasputin’s Stash. Pero sobre todo es un pase libre al cerebro con chicle del Beck veinteañero, que se abre la tapa de los sesos para exponer su magnífico interior, un mapa de atajos que comunican a un estilo con el otro valiéndose de un eclecticismo premonitorio de los hábitos de consumo musical actuales. En suma, el prodigioso resultado de una crianza cosmopolita en el seno de una familia de artistas (papá compositor, mamá musa de Warhol), de tocar blues en micros y bailar con breakers, de coleccionar vinilos y ver a Bob Dylan en el mismo nivel de Chuck D. Inagotable.