Le habría venido bien a Chile volver a tener a McCartney en el Nacional. En un país en el que pop sigue siendo una mala palabra, el mayor y mejor artesano de canciones radiables hubiese despejado algunos malos entendidos sobre su figura y la vocación auténtica de la música para las masas.

Hace un par de años, la sola posibilidad de que Madonna y Police se quedaran sin el Estadio Nacional de Santiago para su debut en Chile activó un lobby poderosísimo que no tardó en llegar a La Moneda («Madonna pasa y el césped queda», fue la reflexión alusiva que nos regaló el entonces ministro Francisco Vidal), encender la indignación pública y, en definitiva, conseguir cederles sin mayor problemas el recinto a la Ciccone y a Sting. Que Paul McCartney no haya contado con el mismo trato para su regreso al país dice muchas cosas sobre nuestras prioridades de esparcimiento, endeble infraestructura para espectáculos, preferencias melómanas de nuestra elite, y persistente rigidez de las productoras de conciertos; pero, sobre todo, habla muy bien de Paul y de su inasibilidad como cantautor. Ha quedado en evidencia que nos pasó por el lado una figura poco simpática a esa fuerza imbatible que en Chile es la alianza entre televisión y adulto joven. De conocerlo, sí, lo conocen. Pero de escucharlo-escucharlo, está claro que no estamos ante un caso que genere un entusiasmo tipo Rush ni una obsecuencia a-lo-Bosé.

No deja de ser un enorme mérito que una figura con la fama de Paul McCartney siga resultándole exigente al auditor acomodado. Creemos que en él tenemos al compositor radioamigable por excelencia, transversal por definición, azucarado por defecto, pero basta recorrer en serio su discografía solista para descubrir a un músico que, sin ser complejo, se ha propuesto trabajar el pop desde una casi permanente autoexigencia.

Sería entretenido entrar aquí otra vez a la pelea inconducente de quién fue el mejor Beatle —hasta el propio McCartney se tentó con el debate cuando en su biografía autorizada (Many years from now) se puso a detallar la serie de ventajas artísticas que lo hicieron más curioso y adelantado que Lennon—, pero la deuda con Paul nunca estará en sacarle las medidas junto a John (quien, por lo demás, cuenta con la ventaja irremontable que regala la mitificación póstuma). El desafío es, más bien, apreciar la gesta excepcional de quien, pudiendo haberse acomodado en el más prestigioso sillón del rockero consciente, eligió trabajar desde la sencillez de la melodía, abocado a un pop orgullosamente amable, haciéndose cargo de una figuración pública que casi nunca ha sacrificado rigor por gentileza.

En el libro Los 100 mejores discos del rock, el español Juan Vitoria lo sintetiza mejor que yo: «Quien le pone peros a McCartney no ama el pop, quien cuestiona su validez como compositor no conoce los milagros que la sencillez puede hacer en el rock, quien odia su simpleza no cree en la inocencia de la música juvenil». El problema, en otras palabras, no está en él, sino en sus rígidos evaluadores.

Macca es ejemplo inusual de un tipo de creatividad para la cual las facilidades no son obstáculo, sino aliciente. Puede ser que sienta la necesidad de demostrar que ese confort no lo nubla, y tenga que esforzarse mucho más que cualquiera. Su vida cómoda, su riqueza y su fama no han entorpecido su disposición a un trabajo cuidado. En tal sentido, no hay parangón con el que compararlo. La música burguesa de Sting, Phil Collins o Elton John se ha vuelto, con el tiempo, la caricatura de todo lo que es predecible y tibio en la composición de canciones. No podemos hablar del McCartney solista como de un experimentador (como sí lo fue uno de sus ídolos, Brian Wilson) ni es necesario siquiera anotar que no era él quien le ponía visceralidad a los Fab Four, pero su discografía post Beatles lo acerca mucho más a viejos y vivos rockeros insolentes, como Paul Weller o Elvis Costello, que al panteón de próceres fosilizados con que el gran público tiende a asociarlo. Podemos burlarnos de sus declaraciones de amor más blandas —también él lo hizo en “Silly love songs”— y reconocer que en sus veintena de discos el interés se justifica de modo intermitente, a veces con asombro (Ram, McCartney, Flowers in the dirtChaos and creation in the backyard; Band on the run, por supuesto) y a veces con franco aburrimiento (como con el decepcionante Memory almost full, su más reciente publicación de estudio). Pero en el viejo oficio de artesanía pop quien estará esta semana en Buenos Aires (y no en Chile, con nosotros) es un molde en sí mismo, cuyo ejemplo vaya que le hubiese venido bien a un país que cada vez muestra más y más tontos conflictos con desarrollar música sencilla de calidad.