Hace tres días conversaba con otra profesora en el patio de la UDP sobre su gusto por los elepés. Esa profesora odiaba las fiestas Youtube y las juntas Spotify, esa práctica tan habitual hoy de ir a la casa de alguien a servirse un guarisnaque y que se pongan a programar música en la tele conectada al tubo o desde esos parlantes Bluetooth, de pequeño tamaño y poderoso volumen (BOSE, en el ideal), conectados a la sesión del smartphone del dueño de casa o de alguno de los invitados o –horror– de varios invitados alternadamente. Ese saltar de canción en canción, ese apretar >> para que avancen los temas, la tenía chata. Ella era más de sentarse en su bergere, sacar un elepé de su discoteca y ponerlo a rodar a 33 1/3 RPM mientras contemplaba el arte de la carátula, sacaba las lyrics de su sleeve y se dejaba transportar por la música, tema a tema, en el orden en que originalmente se grabaron las canciones (y no en ese orden alfabético insignificativo de las listas de MP3), lanzando de tanto en tanto argollas de humo de un agradable cigarro.

fullTenía bastante razón la profesora, y mucho de romanticismo. Pero yo le retruqué que el origen de los elepés es reciente, que se inventaron solo en 1948 y que cosas como las carátulas y las lyrics datan de fechas incluso más tardías. Que solo con el Sgt. Pepper’s alguien se puso a pensar que la imagen de la portada tenía alguna importancia más que solo mostrar los rostros de los integrantes de la banda o del solista (cómo olvidar esa escena de “Mystery train” donde una pareja muestra que todos los gestos estereotípicos de los Estados Unidos, como el de la Estatua de la Libertad, ya habían sido personificados por Elvis).

También traté de defender que desde el origen mismo de la música, las canciones han sido unidades autónomas, y que de no ser por las bandas del rock progresivo (como hace ver Bob Stanley en “Yeah! Yeah! Yeah!: The story of pop music from Bill Haley to Beyoncé”, 2014) en el mundo anglosajón, o las ideas de Dicap en Chile, los elepés jamás hubieran tenido el prestigio como soporte, formato y estética, que mantuvieron durante un par de décadas. Hay que escuchar singles, le decía.

Pero luego me fui a mi casa y me quedé pensando en eso de las carátulas. En todo lo que hicieron por nosotros las carátulas. Porque, ¿qué sería del heavy metal sin sus carátulas características?, ¿podemos pensar en el punk sin su estética de glue, copy & paste?, ¿habría sido de otro modo la psicodelia californiana sin esas album covers en colores chillones, sinuosidades visuales y tipografías desquiciadas?, ¿podemos siquiera imaginar un álbum clásico como el Led Zeppelín IV sin la imagen del anciano en la tapa?, ¿podemos escuchar “Wish you were here” sin ese recuerdo del saludo de manos en llamas?, ¿podemos, así tan sueltos de cuerpo, olvidarnos de gente como Roger Dean, Derek Riggs, Storm Thorgerson y, para venir más cerca, de los hermanos Larrea?

Y entonces sucedió algo.

Estaba ayer escuchando mi playlist de “Twee pop” en Spotify y cada vez que pasaba haciendo >> de canción en canción, junto con la canción aparecía a pantalla completa la carátula del disco del que provenía. Y me di cuenta de que, con la sola excepción de los discos de 45 RPM y 7’’ de Sarah Records, yo no conocía esas carátulas. Y me di cuenta también de que si bien mi generación, la Generación X, rinde culto a todos esos héroes del diseño de portadas de discos, fue más bien una generación que se crió con las canciones y los elepés de manera abstracta. Somos hijos del hometaping, del casete hechizo grabado desde el disco o de la radio (rezando porque el conductor no hablara sobre el tema que habíamos estado esperando desde hace tres horas). Es verdad que el casete grabado tenía todos los dones de los que habla Rob Gordon en “Alta Fidelidad” (“hacer un buen compilado es más complicado de lo que parece; debes tener en cuenta a quién te diriges y qué quieres contar. Hay un montón de reglas”) y que, además de ello, las letras escritas a mano en la cubierta y en el lado de la cubierta fueron una forma de rebeldía juvenil en su era, tanto que hoy se considera a esa práctica como una forma primitiva de arte ochentero. Pero, además, fueron el fin de la atención a las carátulas. Que se reforzó con todo con la llegada de los MP3.

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Acabo de cumplir más de una década escuchando indiepop. Siempre desde MP3 bajados de Soulseek o desde trackers como oink o tweetracker.se y luego de BandCamp y luego del mismo Youtube (con esos sistemas de transformación de videos en audio) y solo ayer acabo de reparar en que no sabía cómo se empaquetaban esas canciones (Jones & Sorber, “Covering music: a brief history and analysis of album cover design”, 1999), cuáles eran sus cubiertas, qué mensajes secretos de los valores éticos y estéticos de las bandas aparecían en la cubiertas.

a2744138299_10Porque no es lo mismo escuchar una canción como “Love record breaker” de The Smittens que escucharla viendo la portada y lo que quiere transmitir esa portada. El “anclaje y relevo” del que escribía Roland Barthes. Unas portadas que proyectan lo que quiere representar la banda, que pueden ser más minimalistas o más churriguerísticas, más arties o más vintage, más planas o más redondas, pero que siempre, siempre siempre, desde esos años del Sgt. Pepper, comunican, tal como en el caso del área de diseño llamada packaging & branding la idea del “mírame, cómprame, escúchame”.

Cerrando (o abriendo), ¿le damos la razón a la profesora que escucha los discos de corrido, sola, cómodamente recostada, mientras disfruta de la carátula? Eso es lo que defienden los coleccionistas, que la época de oro de la música (vinilos, CD, portada, escuchar de punta a rabo los discos) ya pasó, y hoy vivimos la terrible decadencia.

¿Hay salida? ¿Habrá una sobrevida de las carátulas? ¿Han logrado reconvertirse en la era digital o definitivamente son cosas del pasado para la mayoría de los auditores en el mundo, que ni siquiera saben cómo luce un vinilo o un CD?

Creo que tengo un adelanto de respuesta. En febrero tuve la oportunidad de ir a un concierto en la Sala Apolo en Barcelona, donde tocaban Cola Jet Set y The School y, al igual que acá pasaba el año pasado en el Santiago Popfest o en Pop Subterráneo, había unos muchachos vendiendo algo que no podríamos denominar merchandising, sino que algo más cercano al trueque: poleras, chapitas/pines, los discos en vinilo de 7’’ y de 12’’, y calcomanías. En estas mercancías indies se repetían los logos de las dos bandas. Y la de Cola Jet Set tenía una peculiaridad: uno de sus logos más conocidos era una referencia intertextual a una reconocida marca de chocolate en polvo. Y en cada disco cambiaban el logo (como, por ejemplo, hace Rush también en sus álbumes). Claro, había ciertos isotipos asociados a la banda, pero también había una propuesta visual para cada lanzamiento diferente: para cada EP, para cada elepé. Como vivimos una era que es muy visual las carátulas no van a desaparecer. Ya no tendrán la función para la que fueron ideadas originalmente, la de permitir distinguir ese disco de los centenares de otros en los anaqueles de RockShop, pero volverán a hacer algo parecido cada vez que se apriete >> en el servidor de música digital de turno.