Fotos por Rodrigo Ferrari

Se hizo difícil escribir respecto de lo que pasó ese domingo 21 de abril. Es difícil explicar, además, qué es lo que vamos a buscar cuando decidimos ir a ver a Daniel Johnston. Vamos a ver a un artista complejo, influyente y frágil, cuya carrera ha avanzado los caminos del azar antes que la aclamación popular. Que regularmente no suena en las programaciones radiales ni la prensa chilena pareciera estar demasiado atenta a su legado. Ver a Daniel Johnston era, ante todo, una apuesta extraña.

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Algunos días antes nos enteramos por la prensa argentina del paso por Buenos Aires de Chuck Berry, en un espectáculo más cercano a la explotación familiar -aunque, vamos, no será la industria de la música quien tire la primera piedra al respecto- que a un repaso de grandes éxitos. Probablemente la sombra de esa debacle, de esta penosa recurrencia de la industria en la explotación inmoral de artistas con necesidades pedestres, tuvo mucho que ver en la tensión que estuvo presente durante los escasos cuarenta y cinco minutos que Daniel Johnston pasó sobre el escenario de la ex-Oz. ¿Qué era lo que estábamos viendo? ¿Los delirios extravagantes de un artista atormentado por sus fantasmas y su enfermedad mental o un artista sensible y con ganas de conectarse con un público lejano?

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A veces es pequeña la distancia que separa un timo de bagatela de la comunión espiritual. A la luz de los días, pareciera ser que las respuestas a las preguntas que probablemente asaltaron al público -y que provocó su airada reacción pidiendo un bis que nunca llegaría- no son lo más importante. Al igual que aquello que sucede con cierto arte contemporáneo, no son aquellas cosas que suele preocupar a la prensa las que entregan respuestas. Tal vez la clave de la obra de Jonhston esté dada por ser una demostración descarnada de la estética del hazlo-tú-mismo, del desafiar prejuicios y de la genialidad rayana en la improvisación. Jonhston presentó un show inconexo, tenso y con desprolijidades técnicas solo resueltas por los músicos locales que lo acompañaron buena parte del show. No pareció estar del todo presente y sus intervenciones mecánicas, muy estudiadas, con el público tampoco sirvieron para hacerse una opinión diferente.

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La pregunta obvia es si vale la pena exponer a un artista como Johnston a las viscisitudes de una gira o si es necesario este tipo de espectáculos para mantener la conexión de la obra con un público. Todas preguntas abiertas, particularmente cuando se trata de artistas como Johnston, que precisamente han hecho del arte una cápsula por medio de la cual expulsar aquellas cosas que lo atormentan.

La moraleja, lo que queda luego de esta ola llamada Daniel Johnston, es lo difícil que es distinguir entre lo que vemos, la realidad, y nuestras propias incoherencias, nuestros demonios y, al final, nuestra propia fragilidad.

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