Nuestro sagaz cronista Jorge Acevedo estuvo en el Parque O´Higgins el fin de semana pasado, y en esta primera parte de su crónica nos cuenta lo que observo en Lollapalooza Chile 2016.

Al que piense que el mundo se divide en dos, de manera fácil, prejuiciosa y sin fundamentos, le digo que está equivocado. Son muchos más, tantos como perfiles de Instagram y posteos en Facebook existen. O sea, son cientos de miles, millones. Eso sí, fácilmente resumibles en dos grupos: los que estaban informados del paro de micros del fin de semana y los que no. Para los primeros, la inquietud de moverse a un evento masivo pensado para una lógica diferente de movilización y urbanismo (en fácil: ganas globalizadoras versus impericia urbanística). Para los segundos, la tranquilidad del impulso motorizado. Para todos, flores, fotos, hashtags y, por qué no, algo de música también, que no hace mal. Bajo esta lógica, la quinta versión de Lollapalooza en Chile, con aquel cartel resistido entre la senescencia editorial, cumplió con sus objetivos sin problemas.

El error está en la percepción, que eso dicen siempre antes de encerrar a la gente en las clínicas mentales. Al que iba a un festival de música como tal, se le entregaba felicidad por cuotas, más o menos frecuentes según coincidiera con los gustos específicos. Para ello había que tener algo de alzheimer respecto de los 40 años anteriores al último lustro de la industria, pero tampoco estaba mal, reconozcamos. Para el que iba directo a LA EXPERIENCIA, todo en orden. Y para ellos sí que el menú era sustancioso: lindos murales para tomar instantáneas, juegos inflables y todo un parque para encontrarse, fotografiarse, despedirse, fotografiarse, bailar, fotografiarse y prepararse para esa tendinitis generacional de pulgares que se viene luego.

Con ese marco, la excitación estaba asegurada, independiente de quién estuviese arriba del escenario. Sacando a los cabezas de cartel, con fanaticadas propias y abundantes, las imágenes de regocijo absoluto en el público (chica con cintillo de flores arriba de hombro de novio como fetiche de los directores de la transmisión) se repitieron con las bandas nacionales (Movimiento Original, Javiera Mena), con las bandas nuevas afines al gusto del público (21 Pilots, Walk the Moon) e incluso con las bandas noveles sin mucha conexión con los estilos predominantes (los retro-soul Vintage Trouble). Llámele superación de los guetos musicales de antaño, nómbrelo felicidad feliz festivalera, la mezcla entre buena convivencia y atención random permitió a todos tener sus cuatro minutos y medio de fama según la escala warholiana adaptada. Si no, que le pregunten a Bitman y Roban, quienes dando un sólido show en el Perry’s Stage recibieron una ovación estruendosa cuando comenzaron como dupla de dj’ss para perder público cuando agregaron banda y se acercaban al dub y al soul. Y luego recuperarlo nuevamente cuando se ponían en las faenas de dj. Atención oscilante, que le dicen.

Ahora, reclamar en un Parque O’higgins veraniego, con buen sonido y una organización con pocas fallas (además de unos ingresos caóticos al principio del sábado) es cosa de amargos. Para mejorar el ánimo, recordar lo bien que se sienten diez horas de pulso electrónico constante, imperturbable e irreductible, provenientes no sólo del Arena, si no de buena parte de los escenarios centrales con artistas derechamente del estilo (Jack Ü, Die Antwoord, Halsey, Marina and the Diamonds y un largo etcétera) y otros que pasan a dar saludos últimamente, que tampoco es que seamos aburridos, como los australianos Tame Impala y los islandeses Of Monsters and Men (aunque estos últimos vayan a la siga de esa épica pop tipo Coldplay, Elbow o cosas peores aun). Pero una pregunta le surge a los viejos desdentados en su bruma mental: ¿es que acaso el indie no se hizo presente en el festival indie por antonomasia? Mientras Perry Farrell se ríe desde su mansión en California, este cronista esboza una respuesta que intentará por todos los medios no responder en un extenso nuevo informe mañana. Hasta la siguiente.