Nuestro sagaz cronista Jorge Acevedo estuvo en el Parque O´Higgins el fin de semana pasado, y aquí nos entrega su segunda parte y final de su crónica sobre lo que observo en Lollapalooza Chile 2016.

“¿Quién me ha robado a mi Bad Religion?” habrá pensado más de algún punk, parafraseando a Sabina, al ver en este cartel excesivamente actual el legendario nombre de los titanes del hardcore melódico-académico. Y probablemente aún se lo preguntaba el domingo pasado, mientras saltaba junto a unos dos mil esforzados y con jotes que pasaban ahumados, escuchando glorías como “21st century digital boy” y “Punk rock song”. El profesor Greg Graffin y los suyos tocaron rápido y certero, y si tomaron prisioneros los devolvieron bien enseñaditos sobre cómo alguna corporación en este mismísimo instante nos está robando lo poco que nos queda. El rol de la clásica banda californiana fue parecido al que cumplieron The Specials el 2015: recordar (bien tempranito, para que nadie se asuste y se vaya) que se puede saltar y pensar al mismo tiempo.

Pero lo de Bad Religion fue una de las pocas excepciones en un cartel que, claramente, no tenía en la mira a quienes hubiesen visto videos musicales en ese canal de realities llamado MTV. ¿Exageramos? Claro, a eso nos dedicamos. Porque, programa en mano (metáfora prehistórica innecesaria), había una suerte de circuito alternativo entre los escenarios más despoblados, evitando a la tribu del celular cavernario. Por ahí se podía observar alguna banda de la tercera fila del grunge (Candlebox), la nostalgia alterlatina resucitada (Todos tus Muertos), viejas glorias nacionales y sus sucedáneos (Aguaturbia, Kuervos del Sur), aquello que el primer mundo nos ha hecho llamar música del tercero (Tinariwen) y, mira que aún no estoy enterrado, alguna banda novel nacional o extranjera a la que poner oídos (Magaly Fields, The Joy Formidable). Para todo el resto, existe el auspiciador que todavía no tenemos y algunos apuntes a la pasada.

Convengamos que hay horarios indignos y aquel que tiene el sol como principal acompañante, y que en el caso de Santiago en marzo vendría a ser cualquier momento entre las una y las seis de la tarde. En ese ambiente aparecieron de riguroso estilo los efectivamente estilosos Vintage Trouble, banda que, repitiendo el manual de instrucciones del soul rock, agregaron algo de glamour retro a tanta última tendencia dando vueltas. Bien el trabajo de Ty Taylor en voz y movimientos espasmódicos y loas a un grupo que sabe hacer su trabajo.

Unos que fueron modernos hace los suficientes años como para no dejar de serlo nunca son los Babasónicos; quienes sufrieron la pesadez del calor y de un público que no celebró del todo las constantes alusiones a su pasado justamente “sónico”. Como parte de la celebración de sus 25 años, Dárgelos y amigos no sólo tocaron “Putita” y “La lanza”, sino que también cayeron “D-generación” y “Perfume casino”. No es tan grave: vendrán unas dos veces más en el año, supongo.

Unos que evitaron mejor el calor fueron los ingleses de Jungle, la última banda soul que debiésemos conocer, y que se defiende mejor en disco que en las extendidas y algo erráticas versiones que interpretaron en vivo, miira que lo del déficit atencional no es sólo de esta generación. ¿De qué hablábamos, entonces? De soul, claro, que mejor lo hicieron en el Arena los reformados Bitman y Roban, quienes con banda entera e invitados en las voces se acercaron incluso al dub, aunque los aplausos del respetable juvenil fueran más para su faceta electrónica.

Otros que se acercan a los beats sin mayores complicaciones últimamente son los australianos Tame Impala. Con buen gusto y algún recuerdo de su pasado psicodélico, la banda de Kevin Parker demostró que mantiene fanaticada y agrega nuevos adeptos con un impulso más pop que lo anterior. Probablemente no tienen mayores competidores en el circuito festivalero. Por lo menos habrán descartado a un descafeinado Brandon Flowers, que no tuvo problemas en empezar con un tema de The Killers y que tiró de un repertorio solista con infinita menos gracia que en su banda original, lo que ya es decir bastante.

Tampoco es que la contienda sea muy alta si es que tenemos en escena a unos Mumford and Sons en su reconversión vital: de amish acústicos a amish amplificados. Si lo de Marcus Mumford y amigos antes iba por la vereda del folk amable tipo Fleet Foxes, ahora tiran de un rock amable a la Kings of Leon, que si bien reparte sonrisas emociona poco.

Más cuidado habría que tener con el empuje de Alabama Shakes, con una Brittany Howard usurpando el vestuario, la actitud y la fiereza de la abuela de Robert Johnson para dar una dosis de rythm and blues sin domesticar. La mala amplificación de las tres coristas de apoyo (imperceptibles en medio del huracán Britanny) se repetiría para los bronces que traían Noel Gallagher y sus High Flying Birds. Pero Noel, orgulloso funcionario del rock, ni lo resintió. Calcando textual su show en Lollapalooza Argentina, el ex Oasis arremetió con uno de los mejores números de esta edición del festival. Se presentó monolítico, con las concesiones justas al repertorio de su banda madre y basando su show en dos discos solistas, curiosamente parecidos a su pasado cercano. Haga el ejercicio: cante “Morning glory” sobre “Lock all the doors” o “The importance of being idle” sobre “The death of you and me” y tendrá satisfacción garantizada. Sigue así, capo.

¿Y eso fue el festival? Claro que no, también estuvo Zedd, Gepe, Jack Ü, Florence and the Machine, Cachureos, Ghost, Cantando aprendo a hablar, Eminem y todo lo que la impericia de este cronista no pudo abarcar. Pero, al final, como chocheábamos en el artículo anterior, lo importante parece ser la experiencia festivalera, sobre todo para los que recién están armando sus primeros playlist mentales para contextualizar recuerdos. Por ahí van los tiros de Perry Farrell. Y por la cantidad de gente que asistió el fin de semana y la atención mediática, no parece estar tan equivocado.