El fin de semana pasado el compositor norteamericano Philip Glass ofreció varios conciertos en el Teatro Municipal de Santiago. El viernes y sábado junto a su ensamble, y el domingo solo al piano. Dos de nuestros comentaristas lo vieron distintos días y opinaron básicamente lo contrario.


Planuras maximalistas
Philip Glass Ensemble
Teatro Municipal de Santiago, viernes 8 de octubre
Por Juan Pablo Abalo

Con ansiedad y expectación el público chileno esperaba  los conciertos que el norteamericano  Philip Glass –a teatro lleno y emperifollado-  dio en el reluciente Teatro Municipal de Santiago el fin de semana recién pasado. Un poco más de dos horas de una música que antes que a cualquier estado invitaba al tedio, a la impaciencia, al aburrimiento.  Las razones de esto están lejos de ser atribuibles al comportamiento propio de todo minimalismo musical, es decir, a la reiteración paulatina de secuencias melódico-rítmicas que en el transcurso de un tiempo estirado van mutando.  Desde el gamelan (orquestas tradicionales  de Java o Bali), algunas de las sonatas para piano preparado de John Cage o los trabajos de Tangerine Dream y Steve Reich, se ha demostrado con creces la riqueza tímbrica, polifónica, melódica y polirítmica del lenguaje minimalista, así como también la complejidad en el desarrollo de las ideas cuando de administrarlas a lo largo del tiempo cronológico se trata. La íntima relación de esta música con el tiempo, con el trance, con el imperceptible cambio de estado al que esta clase de organización sonora predispone al oyente, la ubican como una de las músicas más importantes  y atractivas del siglo pasado.

Pues bien, para Glass muchas de éstas características parecen no ser fundamentales en su trabajo, incluso en muchas de sus músicas simplemente no aparecen. Su modo de componer  es más bien estandarizado, serializado, muy típicamente fílmico-hollywoodense: repite una fórmula que ni nos da sorpresas ni nos mete en un trance contemplativo, pues paradójicamente éste (el trance) no alcanza a producirse. Cada obra que Glass tocó junto a un ensamble de sintetizadores, saxos y flautas, comenzaba y terminaba prácticamente del mismo modo, las progresiones armónicas una y otra vez parecían ser las mismas, la melosidad  de las melodías que cantaba la única voz en el escenario -una mujer de riguroso rosado- resultaban típicas, siúticas y la elección de los timbres con los que Glass hizo sonar sus  sintetizadores, además de curiosos (sonidos midi requetécontra usados) casi no cambiaron a lo largo del concierto.

El ritmo, por su parte, parámetro fundamental en esta música deliberadamente repetitiva, se hizo rígido, evidente, sin misterios, sin grandes desarrollos. Raya para la suma -como dicen en la tele-, el de Glass fue un concierto en el que antes que un minimalismo de gran desarrollo, la cosa se transformó en un maximalismo plano,  lo que finalmente activó esa voz interior en uno  que ruega para que el público no aplauda más de la cuenta y así el prestigioso músico norteamericano no se entusiasme con tocar más de la cuenta, pues y como dice el chiste de Radio Capullo, “una vuelta más y el coco es tuyo”.


Glass sólo se parece a sí mismo
Philip Glass
Teatro Municipal de Santiago, domingo 10 de octubre
Por Pato Urzúa

Los aplausos se extinguen, las luces bajan, y el escenario clausurado para el piano por un biombo de forma irregular queda cubierto apenas por un patrón de sombras proyectadas que sugieren un bosque profundo. Como desmintiendo el ceremonial, Glass viste una camisa celeste sin corbata, pantalones pardos, una zapatos que de lejos parecen cómodos y lleva el pelo desordenado en una especie de cresta sobre la frente. Camina hasta quedar parado frente a un micrófono en el que anuncia que no va a haber intermedio, pero que va a presentar cada una de las seis piezas de esta tarde. Dicho eso, se sienta ante el piano sin partitura, de nuevo sin ceremonial, y comienza a hacer que la música fluya de sus dedos con la cambiante mismidad de un río.

Glass expone con una sucinta muestra de su repertorio, que abarca tres décadas de su carrera, por qué de él se ha dicho, hasta el cansancio, que es una especie de puente entre las preocupaciones de la academia y los gustos de la música popular. Cada pieza es una pequeña exploración de las posibilidades de la serialidad en la música: un patrón que se repite, que se altera, que se repite alterado y que insiste en sí mismo, se da vuelta y ataca el oído de nuevo. Pero lejos de la violencia de la atonalidad, Glass elige componer con pequeños ladrillos melódicos, sutiles y amables, cargados de un pathos a veces heroico. Su música nace de gestos sencillos, se sostiene en vueltas obstinadas sobre sí misma, y a partir de eso evoca imágenes poderosas, sentimientos sin nombre.

Las composiciones de Glass parecen explicar por sí solas la necesidad de la existencia de la música. Si ésta pudiera reducirse a palabras, sería completamente superflua. Los sonidos que produce huyen por el oído con el lenguaje a rastras, persiguiéndola. No sólo formalmente, la música de Glass se parece sólo a sí misma.

Y Glass sigue, ante el piano sin partitura, recuenta treinta años de su vida de memoria. Uno quiere buscar un símil para tamaño gesto, y piensa en un novelista recitando pasajes selectos de sus obras completas sin ayuda sobre un escenario. Y se queda corto.

Despojado de las distancias entre él y el público por su falta de pose, su cuerpo borra la idea del solista serio, y se acerca al de un artesano. Más que un intérprete, es un operario industrial unido a una máquina compleja de la que sabe extraer sonidos de irresistible humanidad. Viéndolo tocar, también, uno comprende que esa máquina, el piano, contiene una forma humana, de la misma manera que el mango de una herramienta contiene la forma de una mano. El hombre pulsa las teclas con elegancia y cierta humilde majestad. Sin vehemencias, sin exageraciones. Sin teatro. Glass está solo ahí, nomás, un hombre enfrentado a su propio pasado, que parece estar dando una larga batalla solitaria contra el teclado, sin más compañía que la sombra de su cabeza proyectada sobre su pecho por un reflector cenital.

Al final de cada pieza, Glass se yergue, camina hasta el borde del escenario, agradece los aplausos mirando hacia el suelo, anuncia la siguiente y vuelve a comenzar. Para él tampoco hay intermedios. Ni respiros. La suya es una tarea democratizadora, la de ponerle un alma vibrante a experimentos que de otra manera serían entelequias. La de encontrar una emoción en el fondo de un monstruo negro de madera y metal, que se ha pasado la vida domesticando para todos nosotros.