Vienen a Chile y se presentan el 9 de Octubre en el festival con el cartel más extraño desde la unión de Rupertina y Franz Ferdinand en Viña 2006. Motivo suficiente para declarar feriado, darles las llaves de la ciudad y, si me apuran, una nacionalidad no solicitada por ellos. O sólo para comprar los suficientes pañuelos que contengan las lágrimas de tres generaciones indies. Sí, señores, Pixies viene a Chile a cobrar los derechos de autor de casi toda la música basada en guitarras de las última dos décadas. Mal que mal, a eso están dedicados los últimos seis años en sus interminables y lucrativas giras mundiales. Levanten las manos, que este es el mejor asalto que nos podrían realizar.

Los orígenes

Todo comenzó en el lugar habitual. O sea, en un college, con chicos de clase media, listillos, un poco aburridos y, probablemente, algo alejados de sus textos de estudio. Porque esta no es una banda de rock sureño, compañeros del taller de motos. Ni una banda punk formada en la cola del paro. No, Pixies es la modélica agrupación indie, de inquietudes diferenciales y autores de una música “extraña”, por decir lo menos. O sea, músicos independientes, cuando ello implicaba la ruina absoluta tipo Beat Happening o, en el mejor de los casos, la gloria reducida del circuito universitario como R.E.M. o Husker Dü. Para mejor referencia acercarse a los rankings de la época y preguntarse cómo diablos podrían compartir sitio los aludidos con nombres como Chris de Burgh o Wang Chung.

Bueno, esos tipos con pésimo ojo comercial eran Charles Thompson IV (que cambió ese nombre ganador por uno más estándar tipo Black Francis), quien compartía habitación universitaria con Joey Santiago. Francis, compositor, guitarrista, vocalista y dueño de la pelota, a fin de cuentas, venía de una temporada en Puerto Rico y convenció a la futura guitarra líder (situado, gracias a Dios, en el polo opuesto de Satriani, Malmsteen y todo el onanismo de seis cuerdas) de formar una banda que combinase la rudeza sonora de The Stooges o Black Flag con el atractivo melódico de Jonathan Richmann, Violent Femmes -gran influencia en lo vocal, en un principio- y, por qué no, lo mejor del power pop de los años 70 de Cheap Trick y The Cars. El aviso del periódico que traería a bordo a la bajista Kim Deal algo refería a todo aquello, cuando se buscaba a un nuevo integrante que le gustase, a la vez, los iniciadores del hardcore melódico Husker Dü junto con los somnolientamente folk Peter, Paul and Mary. El contacto con un baterista profesional y metronómico como David Lovering, conformarían la inalterable alineación de la banda a inicios de 1986.

Con un puñado de estrambóticas canciones de escaso minutaje como único aval, Pixies comenzaron largas jornadas de ensayo por aquella época. Porque, digámoslo, esas piezas de extraña arquitectura pero de alto calado emocional, como “Break my body”, “Holiday song” o “Caribou” (que pueden ser escuchadas en versiones demo acústicas en el disco recopilatorio de 2004 Frank Black Francis), eran el solitario capital de una banda aprendiendo a tocar. Es cierto, Lovering era una suerte de reloj que acompañaba bien los arreglos tipo garage o hardcore, según fuese necesario, pero Francis y Santiago aprendían sobre la marcha el dominio de sus instrumentos (en el caso de la guitarra líder, reemplazando academia por una altísima imaginación en los arreglos). A todo esto, Kim Deal, al presentarse a la audición les informó que no sabía tocar el bajo. O sea, todo viento en popa…


Las canciones

Busque en Wikipedia o en su blog preferido con intenciones pedagógicas y se encontrará con la misma cantinela, algo así como: “El método Pixies de hacer canciones se puede resumir en un comienzo agresivo, seguido por una parte melódica y tranquila, para terminar con una nueva explosión de energía. Cronometre dos minutos y medio, agregue los gritos desaforados del calvo cantante y las armonías de la bajista y usted tendrá el resultado esperado”. ¿Verdad? Por supuesto. Mal que mal, los mismísimos bostonianos llamaron “Loud, quiet, loud” al documental que mostraba su regreso a las pistas en 2004. Y, para mayor claridad, tenemos variados ejemplos como “Gouge away”, “Dead” y “Nimrod’s son”, entre otras.

Pero esa es una reducción que deja de lado las variadas facetas de la banda que hacen tan atractivos sus discos. Una revisión ligera nos recuerda su gusto por el surf rock (el cover de “Cecilia Ann” que abría Bossanova, original de The Surftones); las variadas páginas hardcore (“Crackity Jones”, “Something against you”); power pop sin muchos complejos (“Lovely day”, “Allison”, “Alec Eiffel”); mini suites para guitarra deudoras de Television (“Trompe le monde”) y viñetas acústicas dignas del mejor grupo folk (“Havalina”, “Where is my mind”, “Here comes your man”), entre otros variados experimentos. Digamos, para aclarar, que todo el resto del cancionero Pixies se alimenta de una mezcla desigual entre todos esos aspectos, en ciento veinte segundos de puro goce. Y las letras…

Siguiendo con la política del lugar común, se puede decir que la pluma de Black Francis es “surrealista”. Ello tiene, probablemente, dos motivos. El primero es bastante concreto y es que dedicó una canción –“Debaser”- a la película de Luis Buñuel “Un perro andaluz”. El segundo es más concreto aún y es que, poco se entiende a ratos entre referencias bíblicas, mutilaciones varias y encuentros extraterrestres. Y a mejor entendimiento, llamemos “surrealista” a una bonita canción de amor perverso como “Cactus”; a escenas dignas de películas gore, como en “Break my body” o “Broken Face”; una sobre ecología como “Monkey gone to heaven”, o una de amor sufriente como “Hey”. Si se le entiende, por supuesto.

Discografia

Auspiciados por el señor Charles Thompson III, Pixies grabarían un primer demo de diecisiete temas en los estudios Fort Apache en 1987, ocho de las cuales conformarían Come on Pilgrim, la primera referencia bajo el nombre del grupo bajo etiqueta 4AD, casa de sus amigos y coterráneos Throwing Muses. La precariedad del sonido poco tenía que ver con las olas de reverb propias del sello, pero la contundencia del repertorio (“Vamos”, “Nimrod’s son”, “Caribou”, entre otras) justificaba su presencia en el sello de Ivo Watts-Russel. Las restantes nueve canciones del demo formarían parte de una de las variadas exhumaciones del cadáver Pixies bajo el nombre de Purple tape (spinART, 2002), con las versiones primigenias de futuros clásicos como “Here comes your man” y “Subbacultcha”.

Como sería costumbre en los años activos de la banda, el primer EP sería un éxito en las listas independientes inglesas y un verdadero fiasco a nivel de ventas en su país natal. Con el tiempo, Pixies incluso ingresarían a los charts “oficiales” en el Reino Unido y en otros lugares de Europa sin lograr entrar jamás en la parrilla mainstream estadounidense.

Con el antecedente de Come on Pilgrim y con el boca en boca funcionando a su favor, Pixies se asociaron con Steve Albini para producir Surfer rosa (4AD, 1988), primer largo de la banda. El ex integrante de Big Black, poco aficionado a diseños de producción ostentosos, terminó de definir el sonido seco, reducido casi al mínimo de Pixies. En un disco que parece casi un demo, el peso se lo llevan las brillantes composiciones de Black Francis y los imaginativos arreglos de la banda. Sin gastar más minutaje del absolutamente necesario y ojalá menos aún, los aciertos se suceden uno tras otro: “Where is my mind?”, “Bone machine”, “Cactus”, “Gigantic” y todo el resto del disco, para ser sinceros. Por supuesto que con ese envoltorio poco pulido nada tenían que hacer en los rankings dominados por las producciones limpias y tersas de la época.

Los siguientes pasos de la banda revertirían de alguna manera la precariedad sonora de los primeros discos. Con la asertiva producción del britanico Gil Norton, Pixies grabarían sus discos más exitosos, por decirlo de alguna manera. El clásico Doolitle (4AD, 1989) y el subvalorado Bossanova (4AD, 1990), conforman la dupla que refleja el momento de auge y caída de la banda. Auge, por las entusiastas reseñas y el mediano éxito que lograron con canciones como “Monkey gone to heaven” o “Velouria”. Caída, por las tensiones internas acrecentadas por las interminables giras de la banda. El conflicto entre Francis y Kim Deal significaría no sólo un amargo silencio entre ambos (el que se prolongaría por más de una década, al separarse la banda), sino la ausencia absoluta de aportes externos a los del vocalista en la composición de las canciones. La creación de The Breeders en 1990 por Deal, su hermana gemela Kelly y la integrante de Throwing Muses, Tanya Donelly, terminaría de confirmar esta situación de aislamiento.

¿Y la música, a todo esto? Fantástica, por supuesto. De Doolitle se han escritos más crónicas de las que aguanta el papel virtual y su influencia se percibe en casi todo lo que conocemos como indie rock. De Bossanova se ha escrito menos, con algo de injusticia para un registro que combina la fiereza propia de la banda (“Rock music”, “Hang wire”) con los primeros intentos calmos de la pluma de Francis (“Anna”, “Havalina”, “All over the world”) y Norton repitiendo en la producción.

El epílogo llegaría un año después en un registro de sonido más duro y letras ufológicas llamado Trompe le monde (4AD, 1991), casi un adelanto de la primera etapa solista de Francis. Buen disco, con algunas estupendas canciones (“Lovely day”, “Alec Eiffel”) y, cosa extraña, la incorporación de teclados de la mano de Eric Drew Feldman, ex Captain Beefheart. Una bizarra gira de teloneros de U2 sería el amargo trago final que derivaría en un fax con el que el dueño de la pelota les informaba poco amigablemente a los tres restantes que Pixies dejaba de existir. ¿Fin?

Caminos separados

Como era de suponer, finalizados Pixies las noticias importantes provinieron de su vocalista y de su bajista. Francis, rebautizado Frank Black, desarrolló una carrera con sobreproducción compositiva, pero que fue decayendo en interés mediático. Luego de los renombrados Frank Black (4AD, 1993) y Teenager of the year (4AD, 1994), las noticias sobre la constante producción discográfica del bostoniano interesaron cada vez más a su fiel pero reducido círculo de fans. Para ser sinceros, la adopción de un estilo más “normal” en las composiciones según iban pasando los años -hasta llegar a unos discos derechamente folk en la década pasada- restaron el impacto de antaño y elevaron la nostalgia por la banda madre. Pero, para ser sinceros también, entre la escasa publicidad mediática y autogenerada, el mundillo indie se ha perdido discos realmente buenos como Dog in the sand (SpinART, 2001) y Black letter days (SpinART, 2002), con canciones a revisar con menos prejuicios.

Por su parte, Kim Deal dio el batacazo que el bueno de Francis hubiese querido para sí con The Breeders y un exitazo mainstream de la mano del disco Last splash (4AD, 1993) y el hit “Cannonball”. Nada que se repitiese, por obra y gracia de la desidia y un par de buenas adicciones. Luego de la corta vida de The Amps, The Breeders volverían al disco una década después con Title TK (4AD, 2003), más como una manera de sacar a las hermanitas Deal de sus infiernos personales que como un serio intento de retomar el éxito anterior. De Joey Santiago poco se supo, aparte de colaborar con su ex rommie en algunos discos, componer para bandas sonoras de cine independiente y tener un proyecto siempre a medio despegar llamado The Martinis. Ah, y el bueno de David Lovering colaboró con Cracker, los mencionados The Martinis, terminando sus días pre-reunión de Pixies reconvertido en mago. Repito, en mago.

Mientras cada integrante trataba de pagar el arriendo como podía en la década de alejamiento, el cadáver Pixies se transformó en uno de los muertos más rentables del mercado necrológico-musical. A la previsible compilación de grandes éxitos llamada Death to the Pixies (4AD, 1997) le siguió una necesaria revisión de sus interesantes lados B (Complete B sides, 4AD, 2001) y una muestra de sus grabaciones para la BBC. Y bootlegs para llenar varios armarios, poleras y toda la memorabilia necesaria para extrañarlos. A ello se sumaría el esperable reconocimiento post mortem. De la exhaustivamente mencionada declaración de Kurt Cobain sobre “Smell like teen spirit” (ellos lo llamaron su intento descarado de hacer una canción “tipo Pixies”) a la bendición de los grandes y millonarios nombres de la industria musical (Bowie, Bono), pasando por la influencia directa sobre toda una generación de indie rockers.

Como una muestra de su importancia, citemos a nuestro camaleón preferido, David Bowie, quien, con su antena hype siempre prendida, no sólo los citó a tiempo (ya hablaba de Surfer rosa el 88), sino que los versionó en vivo en la época de Tin Machine con “Debaser”, invitó a Frank Black a acompañarlo en el escenario en la celebración de sus 50 años e, incluso, los transformó en single el año 2002 con una buena adaptación de “Cactus” en su disco Heathen .

El eterno retorno

La escena transcurre en los primeros minutos de “Loud, quiet, loud” y la protagoniza Black Francis hablando con un periodista por teléfono, quien le pregunta por qué vuelven Pixies luego de tan agrio desenlace. Tras pasar las manos por su calva cabeza, el vocalista contesta medio broma, medio en serio, “porque es mi maldita banda”. Y, claro, también la de una ex yonqui en vías de rehabilitación, la de un baterista reconvertido en mago endeudado y la de un genial guitarrista que nadie sabe bien qué hizo los anteriores diez años. Una banda compuesta por cuatro personalidades que casi no son amigos entre sí (excepto Santiago y Francis, el resto lo lleva con una tensa camaradería), pero que se necesitan para existir. Y cobrar los derechos que una generación de bandas indies les debían. Y pasearse por Europa y Estados Unidos comprobando el fanatismo que sólo un mito sin manifestación concreta puede generar.

De eso han pasado seis años, varias giras mundiales, muchos festivales y las reuniones que cada dos temporadas llevan a los cada día más rubicundos Pixies por el mundo con un cancionero con ligeras variaciones, exceptuando la serie de shows de 2009 y 2010 interpretando Doolittle y sus caras B al completo. Entremedio, las entregas periódicas del vocalista, esta vez reconvertido en Black Francis y con un dejo mayor de Pixies (bien flojo el último Non stop erotik, pero interesantes los anteriores Bluefinger y Svn Fngrs); una nueva reanimación de The Breeders con el mediano Mountain battles (4AD, 2008) y la actividad enigmática (por decirlo de alguna manera) de Santiago y Lovering.

De nuevas referencias bajo el nombre de la banda poco ha habido. Un box set con los discos de estudio, sin agregados originales (Minotaur, Artist in Residence, 2009), un disco tributo con menos invitados estelares de los esperados y los souvenires en DVD de la gira de regreso y su actuación acústica de 2005 en el Festival de Newport. Ello, junto con dos grabaciones originales, “Bam Thowk”, disponible en Itunes al momento de su regreso, y “Ain’t that pretty at all”, para un disco tributo a Warren Zevon. Y, por supuesto, la constante amenaza de un disco de estudio nuevo que, al parecer, recibe la constante negativa de Kim Deal.

Epílogo

La demagogia es un concepto amplio. Es Bono con la camiseta de la selección chilena el ‘98, pero también es el bueno de Julio Iglesias pensando en Chile para nombrar a su descendencia (no lo hizo, pero sabemos a ciencia cierta que estaba en sus planes). Si nos remitimos a su postura hierática, al absoluto silencio entre canción y canción y al olvido de esa vieja costumbre de decir “gracias” al respetable de vez en vez, Pixies no sería una banda demagógica en lo absoluto. Pero si nos remitimos al material de sus conciertos (principalmente temas de sus tres primeros discos, sin muchas alusiones a lados B ni rarezas), a las variadas estrategias publicitarias (girar por los veinte años de su disco más conocido, un box set con sus álbumes en estudio sin elementos extras) y, por último, a sus tours constantes sin disco nuevo de por medio, podríamos repensar nuestro criterio de demagogia. O de servicio al cliente, depende de cómo usted lo prefiera.

Eso es lo que se verá en el Club Hípico el 9 de Octubre (aunque conociendo el lugar, el verbo “ver” se presta para variadas interpretaciones). Son la mejor banda de fines de los ‘80 y principios de los ‘90 interpretando su glorioso catálogo, con precisión y fiereza. Porque cuando hablamos de profesionalismo nadie está diciendo sopor. Lo que entregan Pixies desde su reunión de 2004 es la mejor interpretación posible de varias de las canciones de música popular más sublimes de los últimos veinticinco años, y si la productora se empeñó en acompañarlas de las bandas más disímiles que pudo encontrar (no puedo evitar acordarme de aquella dupla Nick Cave-Cypress Hill de 1996 en el Teatro Caupolicán), es harina de otro costal. Incluso, si huele a caja registradora importa poco. Lo realmente inconcebible sería no ir a verlos.