Por gentileza de Caja Negra Editora, presentamos a continuación íntegro el primer capítulo de Future days: el krautrock y la construcción de la Alemania moderna, la biblia del género firmada por el periodista inglés David Stubbs y editada en español el año pasado, con traducción de Tadeo Lima.

Future days y muchos otros libros de música están disponibles en Librería Nueva Altamira, uboicada en Las Urbinas 23, local 64, Galería Drugstore, Providencia.

Unna, Alemania Occidental, 1970

Desde que fueron transmitidas hace más de cuarenta años, estas imágenes han permanecido sepultadas en los archivos de la compañía alemana de televisión WDR, otra más entre las pilas de latas con rollos de película. Apenas si las ha visto alguien. Es solo a través de contactos de contactos que tengo la posibilidad de sentarme en un cuarto oscuro y experimentar lo que es mirarlas de nuevo en una pantalla.

En un aterrizaje forzoso en la bruma monocromática de los tiempos, nos encontramos de vuelta a fines de 1970, en la pequeña ciudad de Unna en Renania del Norte-Westfalia, lo que entonces era Alemania Occidental. Hasta el más joven de los presentes en esta sala de concierto improvisada –una enorme carpa armada para el evento– debe estar hoy en edad de retirarse. Extrañamente, sin embargo, ninguno de ellos se vería en absoluto fuera de lugar si se mezclara entre un público actual de hipsters posmodernos. El pelo, la ropa, los lentes con armazones cool, las barbas recortadas, los jerseys de cuello polo, pasarían todos desapercibidos. ¿Eras tú esa, abuela? ¿Abuelo?

Es un evento televisado, de tres horas de duración. Blanco y negro. Para los estándares actuales, esto sería pésima televisión. No hay nadie que haga de presentador, ni hay forma de saber qué viene a continuación. No hay orden, tampoco es un caos, pero no queda claro quién está a cargo de todo. Son imágenes crudas y grises, que fueron transmitidas en directo.

Dos escenarios se ubican uno a cada lado de una pantalla sobre la que se proyectan una serie de cortos extraños que alguien carga con torpeza en el proyector. En el primero de estos escenarios aparece un director artístico local de mediana edad y aspecto severo que dirige a la cámara una mirada como de Gran Hermano involuntario a través de unos lentes de armazón grueso que delatan su pertenencia a una generación perdida. Espeta algunas palabras solemnes, reflexiones generales sobre el arte y la cultura en Alemania Occidental.

La cámara recorre nerviosamente el público, que presta tan poca atención a las palabras cultivadas del dominante director artístico como niños al director de escuela durante un acto. Casi nadie está bebiendo, pero algunas espirales de humo van de a poco espesando el aire. Un grupo de jóvenes ha empezado a cantar “Fertig, los! ” [¡Vamos, que comience!]. El resto, sentados en el suelo con las piernas cruzadas, de pie o besuqueándose con sus parejas, exhibe una gama de emociones pasivas; sus pálidos rostros bañados por la luz de reflectores que les llega desde el escenario. Se ven caras de aburrimiento, de curiosidad, de perplejidad, de paciencia, de expectación. Otros se entretienen observándose a sí mismos en los monitores, pensando tal vez que están allí por un buen motivo, aunque no sepan bien cuál. Después de todo, es 1970 y esto resulta novedoso.

Sin que medie ninguna fanfarria, efecto de luces o siquiera una introducción, cuatro jóvenes toman sus instrumentos en el escenario de la izquierda. Discretamente, el baterista establece un ritmo repetitivo y percutivo. El bajista de bigotes sacude la cabeza insistentemente mientras mantiene un pulso metronómico. Un cigarrillo cuelga de la boca del joven guitarrista, que al menos se acerca en algo al look pedante y jaggeriano de una estrella de rock y hace sonar licks (1) a intervalos regulares. Un hombre de lentes que parece algunos años mayor se ubica detrás de los teclados, monitoreando y manteniendo a la vez el fluir de la música. Un joven y frágil cantante japonés con melena está de pie en medio de todo esto y parece tiritar. Llamarlo un frontman resultaría inapropiado. Está atrapado en el medio, en el maelstrom. Es como si estuviera canalizando el sonido y este le impusiera una catarsis compulsiva. Sus voces místicas se arremolinan en la mezcla. ¿Dónde está el líder? ¿Quién está dirigiendo lo que sucede en el escenario? Algo está ocurriendo, ¿pero qué? Ninguno de los músicos aparenta estar haciendo nada en especial, y sin embargo la música está a punto de levantar la enorme carpa de sus anclajes. Va al mismo tiempo en todas las direcciones, en ninguna y hacia algún lugar.

Apenas una canción, una ola de aplausos cordiales y de nuevo a otro intervalo: un film en el que se ven lo que parecen estudiantes echados en un sofá en una habitación, con un prominente póster del Che Guevara, manteniendo una confusa conversación política. La sala, agitada por un instante, se relaja nuevamente. Música, luego de discusión política. ¿Cómo se conectan estas cosas entre sí? ¿Cuál era esa banda? Eran “The Can”, ¿no? ¿Van a tocar algo más?

Un zumbido extraño y frenético empieza ahora a emanar del escenario de la derecha. Suena como aviones de guerra volando en círculos para bajar en picada y ametrallar, y bien podría evocar recuerdos dolorosos en algunos de los camarógrafos más entrados en edad. Las miradas y la cámara se dirigen al rincón derecho del escenario. Allí vemos a un joven de veintitantos años, con el pelo corto por delante y largo por detrás vistiendo una campera de cuero que no logra compensar el aspecto nerd de sus lentes. Lo que los alemanes llamarían un “spießer” [aburguesado], alguien acartonado. Un spießer con ropa de cuero. Está tocando un instrumento tubular vertical que es como un híbrido de guitarra y sintetizador. Nadie lo reconoce. El ametrallamiento continúa por algunos minutos. El público observa con paciencia, como a la espera de que el avión aterrice de una vez. ¿Es música esto? ¿Está permitido irse de la carpa? De todos modos, es imposible: está llena hasta el tope. Sin embargo, gradualmente emerge un apuntalamiento rítmico. Hay un baterista, un tipo con aspecto de vikingo, nariz torcida y una camiseta sin mangas que acentúa su complexión musculosa. El público reacciona al estímulo y se pone a aplaudir y a mover los pies siguiendo el ritmo. Alguien empieza a producir un chillido furioso y persistente con un silbato. La batería se intensifica, el spießer forcejea con su instrumento eléctrico, que emite unos ruidos recortados y estridentes. Tal vez estemos frente al estruendoso nacimiento de algo nuevo. ¿Quiénes eran esos? ¿Por qué su set estaba decorado con un cono de tráfico? ¿Se suponía que el cono lo convertía en arte?

Luego, otro intervalo. Esta vez, reproducen una estridente canción del espantoso Heino, que suena a través de las vigas de la carpa. Heino es una superestrella del Schlager, la música ligera ultrakitsch, antítesis completa de la nueva música alemana. El público empieza a acompañar aplaudiendo en una actitud burlona y sardónica, y sin embargo, en secreto, uno se siente un poco agradecido por el descanso tonal y de familiaridad que ofrece la canción. Una abrupta transición lleva a un tema de B.B. King. En Alemania Occidental aman el blues. Ya por entonces los artistas de blues tienen más trabajo en Alemania Occidental y Japón que en su país de origen, los Estados Unidos. Pero en el contexto de las presentaciones extrañas y novedosas de esa noche, el blues suena tan fuera de lugar como Heino.

La banda de la izquierda sube de nuevo al escenario y los cuatro músicos se cuelgan sus instrumentos. El tema es “Oh yeah”. Es de un álbum llamado Tago Mago, pero no hay ningún indicio de que el público lo reconozca. Empiezan a tocar de memoria. Esta no es una versión en vivo descuidada e inferior a la construida en el estudio; es una réplica no forzada de la brillantez técnica y levitante del tema en la versión del álbum, a la que se agregan nuevas partes en vivo. Estamos a punto de escuchar algo. Despegue. El tipo japonés se disuelve ante nuestros ojos, es un derviche azotando el aire con sus aullidos y medias palabras como salpicaduras pollockianas de pintura sobre un lienzo invisible. Una joven rubia empieza a hacer burbujas. Se desencadena un baile idiota. Otros sacuden la cabeza frenéticamente, como asintiendo. Ninguna otra cosa sucede hoy en Unna. Nada mejor sucede hoy en Unna. No sabemos qué es esto, pero aquí está. El autocontrol tántrico es la forma en que la banda mantiene contenida su energía potencial. No hay descarga, y sin embargo resulta liberador. Podrían continuar así infinitamente.

Sin embargo, en el espíritu didáctico y democrático de la velada, la presentación de Can es interrumpida. Más films. Esta vez se trata de una discusión de la relación entre arte y política. “Son cuestiones muy complejas”, afirma con nerviosismo una joven, antes de que un tosco hombre de barba la provoque con una agresividad injustificada. Hay una sátira del consumo al estilo de John Heartfield con una banda de sonido nada sutil que emplea la onomatopeya del ruido de una caja registradora mientras el film muestra a un hombre alemán de edad avanzada con una caja registradora superpuesta en la frente. Hay otros mensajes políticos rígidamente instructivos, incluyendo imágenes de un sudafricano negro que es denigrado y sometido a hacer de perro guía para un hombre blanco ciego. La cámara encuentra una única persona negra entre el público.

En el escenario de la derecha suben de nuevo el spießer y su grupo del cono de tránsito. Un joven del público con patillas largas se queja visiblemente. ¿De nuevo estos tipos? Esta vez los acompaña un sujeto desgarbado con una camisa de cachemir blandiendo una flauta. Arrancan con un pulso regular y cáusticos golpes de órgano. El tipo del cabello corto por delante y largo por atrás y el baterista trabajan juntos creando una sinergia de hombre y máquina. El interés del público se despierta, están intrigados, si bien nadie se pone a hacer pogo euforizado. El de aspecto de spießer parece frustrado en una lucha con sus teclados, como si quisiera arrancarles algo que no está ahí. Pero están construyendo algo. El baterista muestra una dedicación sublime por su tarea, frunciendo los labios, entregándose físicamente y poniendo todo su arte e industria. El de la camisa de cachemir escupe frases frenéticas de flauta a la cápsula de un micrófono antiguo. Va tomando forma. Es como si la banda hubiera evolucionado desde la vez anterior que estuvieron en el escenario. Ahora se pusieron en camino y nos están llevando de viaje. Tal vez los setenta empiezan aquí. Pero no todos están listos. A medida que la banda se va acercando a un final, el público parece un poco confundido por las digresiones experimentales del spießer, que perturban el ensueño rítmico extrañamente agradable e hipnótico. Cuando terminan de tocar hay solo algunos aplausos. Si ese es el final, ¿cuáles fueron el principio y el medio? El baterista se ve obligado a dar unos golpes enfáticos con los palillos para marcar que la presentación terminó, y recordarle al público que algo sucedió allí. Y efectivamente sucedió. El baterista era Klaus Dinger, que más tarde cofundaría Neu!. El grupo era Kraftwerk, liderados por un Ralf Hütter apenas reconocible, años antes de que volvieran a nacer como paradigmas de un nuevo synth pop inspirado en la Bauhaus. Neu! antes de nacer, Kraftwerk en el proceso de hacerlo, y Can ya completamente vivo. Los tres bajo una misma carpa en la misma noche. Esto sucedió. Se colocaron los cimientos y se tiró un extenso cableado. Desde Berlín, Hamburgo, Múnich, Colonia y Düsseldorf, y llegando ahora a Unna. ¿Estuviste realmente allí, abuela? ¿Y tú, abuelo? Nada mejor sucedió en el mundo esa noche.

1. Un “lick” es un patrón sonoro compuesto por una breve sucesión de notas que puede ser utilizado como parte de un solo, como línea melódica o como acompañamiento. Suele estar a cargo de las guitarras. [N. del T.]

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