Foto: Álvaro Farfán

22.11.07. Teatro Novedades. Santiago.

El Teatro Novedades revivió gloriosos tiempos con un show más que histórico. Battles, cuarteto estadounidense en la cresta de la ola con su fascinante debut Mirrored (Warp, 2007), sació nuestras expectativas y nos hizo sentir, enhorabuena, lo que significa darlo todo sobre el escenario.

Muy cerca de las nueve y media de la noche, comenzó la conquista de Ian Williams, John Stanier, Dave Konopka y Tyondai Braxton, cuatro puntales indivisibles de un espacio virtual, mutante, fresco, apasionado, gimnástico y, sobre todo, concentrado. Battles realiza sus potenciales plenamente en su puesta en escena: Stanier protagoniza frenética y obsesivamente el cuadro, con una batería amiga de lo primitivo, con pocas piezas a nivel de piso que lo obligan a tocar casi agachado, a excepción de un platillo a gran altura que estrella en momentos álgidos. A cada costado, los guitarristas y tecladistas Ian Williams y Tyondai Braxton dialogan libremente en una plétora de sonidos melódicos y marcianos, con punteos a gran velocidad, ejecutados con la técnica del fingertapping, y de forma prácticamente simultánea con los acordes y notas de teclados, sin contar la diestra manipulación de samplers para secuenciar estos sonidos, incluyendo la voz del propio Braxton. En un tercer plano, Konopka, menos convulsivo que los anteriores, domina la escena con el trabajo de patrones rítmicos sobre la guitarra y el bajo, sumando complejidad al inyectarle bits con un cabezal de efectos y loops.

Vale hablar en tiempo presente sobre Battles, pues su show demuestra un ensayo y una planificación que atraviesa distintos contextos, desde el trabajo de estudio hasta sus presentaciones. A ratos, era imposible descifrar el origen de cada sonido, licuados y embestidos con un cálculo al borde de lo milimétrico. La ejecución de Battles no es del todo limpia, pero en esos ripios métricos y de niveles en la mezcla de sonidos (lo inaudible, a ratos, de uno instrumentos bajo otros) se juegan otros valores estéticos, ceñidos a la pasión del pulso y el trance digital en los bordes de lo analógico, destacando el beatbox de Braxton y el trabajo esforzado de Stanier (quien rompió su caja a mitad del show, un evento predecible por todos). El nivel de experimentación alcanza su cota expresiva desde un enfrentamiento tan visceral como festivo, cargado de una belleza tan dinámica, naif y ligera que termina dictando y sometiendo bajo reglas inmediatas e incisivas.

La fusión libre de estilos, melodías, sensaciones y ritmos es cabalgada sin tregua y el tiempo del show se dispara fácilmente más allá de la hora, sin percepción alguna de los márgenes, acercándose al éxtasis y la inmersión total de todos los sentidos. Los músicos de Battles empapan sus camisas y las del público, con una dicha necesaria, sin perder nunca el control y la focalización de cada uno de los castillos, batallas, abismos y carreras. Pocas veces tenemos el placer de disfrutar de un proyecto estético de primer nivel, de esos que te dejan encendido por horas y que invocan una feliz nostalgia al momento de prender las luces del escenario. El dudoso show de The Rapture de la semana anterior quedó relegado a un extraño paréntesis y punto aparte, repitiéndose, eso sí, ciertas conductas hormonales y cívicas de mal gusto, como el trato poco respetuoso de guardias y autoridades policiales al cerrar el show, prácticamente lanzando al público a la calle y desalojándolo al instante, olvidando la calidad de espectadores y compradores de entradas a un precio nada despreciable. Es que la frialdad era lo más absurdo e ignorante después de un concierto tan vitalista, alegre, catártico, visionario y libertario.