Andrés Acevedo repasa la discografía de los neoyorquinos Blonde Redhead, a pocas horas de su esperado concierto en nuestro país.

Blonde Redhead: Discografía esencial (o cómo conquistar la belleza desde el vacío)

La hebra que recorre todo el tejido de esta chica rubia pelirroja es, sin lugar a dudas, la batalla por la belleza. Ya estaba cifrado tal destino en el debut, el homónimo Blonde Redhead (Smell Like, 1995), en el sello creado por Steve Shelley de Sonic Youth).

Álbum de torceduras y embestidas, de callejones hipnóticos deudores del kraut-rock y del ánimo stoner prefigurado por Slint, fragmentos esponjosos que van a ser aplastados por la velocidad turbo y post-punk que impone su bajista Maki Takahashi, quien los dejaría en los siguientes discos.

La belleza romántica no se deja ver en plenitud, y parece ser el imposible remanso al lado del caos (“Astro boy”, la evocadora “Swing pool”), como si el deseo de mandar todo a la mierda fuese más fuerte, y la vorágine del horror, más seductora. Sí, la belleza se gana a patadas. Aún así, se cuela en el final una melodía mínima, “Girl Boy”, de cadencia bossa-nova y ausencia total de distorsión. Jugarreta que más tarde se revelaría profética.

Ese mismo año, se despachan la otra cara de la moneda. Es el último disco con el sello Smell Like, La mia vita violenta, producido ahora por el trío, irreconocible al lado de su hermano gemelo. Quebradizo e irregular, ofrece himnos pop para almas decaídas (“U.F.O.”, “Down under”) junto a píldoras del olvido (“Harmony”, la pequeña “Young Neil”). Pegados y raros, obstinados y preciosistas, son un tobogán para drogadictos, un jarabe para poetas, un dolor en las entrañas y una caricia cervical después del coma.

Fake can be just as good (debut en Touch & Go, 1997) empieza a despejar las dudas, sobre todo, las comparaciones recurrentes a Sonic Youth y bandas afines al no-wave. Los hermanos ítalo-americanos y su amiga japonesa aman lo que hacen. Esa pasión por la música, imán maldito y quemante, los devora y escupe con aristas menos cortantes, apoyados en el cedazo aplanador de su nuevo bajista, Vern Rumsey (Unwound).

Pero hay más: se confirma la solidez de la dupla vocal de Kazu y Amadeo, siempre en la modalidad versus, confrontando la furia de ella con el romanticismo de él, fusionándose en el canal de guitarras. Simone no queda atrás: su batería gana protagonismo, virtuosa en el trueque de ritmos ligeros, aliñada con percusiones sensibles que aportan calidez. La energía es mucho más concentrada, el noise no es un fin, sino un viaje, un medio para buscar la belleza en un más allá.

Ese más allá gana cuerpo en la suma de todos los caminos. In a expression of the inexpressible (Touch & Go, 1999) es una colisión de recursos, una ráfaga brutal donde los aromas nostálgicos claman su espacio, para ser más efectivos, para despertar la virulencia del cadáver, y su gran belleza, a tumba, a ecos remotos y telarañas.

Cuesta fijar un disco de Blonde Redhead en un estado de ánimo o tono dominante, y estas once canciones, cada vez más largas y complejas, tampoco lo hacen más fácil. Reducidos definitivamente a trío, y con una producción que supera con éxito las vallas previas, es un disco altamente recomendable para aquellos que desean conocer por vez primera el primer universo de la banda.

La herida ya está inflingida, ahora resta recoger sus frutos. Ahora nos parece que aquel Melody of a certain damaged lemons (Touch & Go, 2000) era la transición hacia el disco que los consagraría. En ese momento era la cima de su carrera, lo más bello que podíamos imaginar del trío neoyorquino, cuya belleza ya no descansaba en la rudeza, sino en el filo de un pop sensual y melodramático.

Liberados de la prisa, las melodías se airean y se vuelven más coquetas, Kazu Makino se muestra juguetona, otras veces perdidamente romántica, mientras Amadeo asume en toda su expresión el rol seductor. Una fruta cuya acidez tiene el sabor dulzón de la sangre y que prefigura el accidente.

Ciencia-ficción del pasado. ¿Cómo habrían sido los siguientes discos sin el accidente de Kazu Makino? Kazu cae de su caballo, y su caída se prolonga en una espiral preciosista: Misery is a butterfly (4AD, 2004), un título que destila sabiduría y visión interior. El primer efecto de “Elephan woman” es tan arrollador como el de sus infantiles arrebatos sónicos. Ahora, las armas de batalla son los instrumentos de cámara, clarinete, viola, violines y cellos, que en pizzicatos y trenzas barrocas van dibujando un castillo de espejos y dulces lágrimas.

Sigue “Messenger”, turno de Amadeo en el micrófono, luego “Melody”, turno de Kazu… la alternancia se juega entre canción y canción, demostrando la madurez de sus cantantes. Cada canción es una implosión de cámara lenta, pasarlas una a una, un ritual necesario y solipsista.

La belleza conquistada. La belleza rodeada, atravesada. 23 (4AD, 2007), como pocas veces en la carrera de Blonde Readhead, insiste de buena forma sobre los mismos tópicos de su albacea, signo de refinamiento y de confianza en el dream-pop que los acoge, ganando nuevas texturas, feedback largos de guitarra y sintetizadores espaciales. La nave ha iniciado un nuevo vuelo, y de allí a Penny sparkle (4AD, 2010) se requiere un pequeño gesto: alivianar el equipaje, casi sin guitarras, la batería reducida en sus posibilidades junto a bases electrónicas, las voces dopadas y arrastradas, las melodías cansinas, en loop.

La belleza en el espacio requiere algunos riesgos, y si en sus inicios fue la concreción el modus operandi, y la tensión la prueba de sinceridad, lo volátil y sintético asoman como nuevos desvíos. A su manera, es un disco arriesgado, a primera vista manierista y menos certero que 23  y Misery is a buterfly. Blonde Redhead nos exige otras reglas de fascinación. Como conquistar la belleza desde el vacío.