Fotos: Rodrigo Ferrari

Suele existir una especie de frontera en la que se debate, por un lado, la espontaneidad de un grupo sobre el escenario, y por otro, el sentido que esa banda tiene del espectáculo. Y es una frontera más bien delgada: demasiada espontaneidad, y la presentación se ve amateur, desarmada; demasiada prolijidad, y el recital resulta artificial, maqueteado, hecho en piloto automático.

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La hora de Beck sobre el escenario dejó de nuevo, más o menos como cuando teloneó a The Police hace unos años, con gusto a poco. Pero por motivos diferentes. Si la otra vez Beck se presentó víctima del “volumen de telonero” que hizo que su música se perdiera entre los sonidos del gentío, esta vez el sonido no fue un problema. Si hubo algún inconveniente, fue la mezquina hora que le tocó y lo obligó a salir del escenario sin siquiera insinuar un bis.

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En el medio, Beck lució ese encanto desaliñado que lo hace entrañable: en la mitad de “Sissyneck”, la banda interrumpió la música como de casualidad para caer en una versión de “Billie Jean”, de Michael Jackson, que parecía espontánea, pero que debe haber sido meticulosamente ensayada. Y Beck jugó a ser un cabro chico que dudaba entre si cantarla o no, temeroso de que le cayera encima una cobranza de derechos de autor. Y si hablamos de juegos e imposturas, el blues solitario que improvisó en la mitad de “Loser”, en el que decía entre bufidos de armónica que se sentía solo en EEUU, y que sólo quería encontrar un amigo en Santiago, pudo haber tenido un remate mejor: sonó como uno de esos chistes que se alargan tanto que el final no puede ser bueno ni siquiera en manos de un virtuoso.

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Lo que importó, de todas maneras, fue que Beck recaló en varios de los pasajes más sobresalientes de Odelay, que estrenó “It won’t be long”, de su próximo disco, y que rescató “One foot in the grave” en un formato solitario y esquelético. Todo bien, gusto a poco.

Más tarde, Damon Albarn y los suyos comenzaron su presentación en la pista atlética quizá con ganas de apegarse a su libreto, que, más allá de que sea un libreto impecable, no deja de ser una pauta cargada de rigideces. Apenas subió al escenario, enarboló una pancarta que le había entregado Greenpeace, con la que abogaba por la liberación de un activista preso en Rusia por protestar contra la explotación petrolera en el Ártico. Y la emoción del momento se anduvo diluyendo, precisamente, por lo pauteado del gesto.

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Por suerte, Blur anularon la tensión al comenzar, de una, con “Girls and boys”, como para avisar que sí, que sabían que tenían que saldar una deuda con esta parte del mundo al incluir su éxito más obvio en la lista de canciones… pero que estaban quemando ese cartucho al principio porque la noche se iba a tratar de otras cosas. Que se iban a detener en esquinas menos fáciles de su colección de canciones, para construir eficaces climas emocionales en “Trimm trab” y “Caramel”, o que se iban a acordar de “For tomorrow”, o que iban a aprovechar muy bien la inclusión de un coro góspel y una sección de bronces en “Tender” y “This is a low”.

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Pero la noche también fue una fiesta gracias a “There’s no other way”, o “Parklife”, que tuvo como protagonista a Phil Daniels, ese Homero Simpson británico. La gente cantó, bailó, sudó. Y Damon Albarn también. Y durante las dos horas que duró su presentación, transitaron con ímpetu y elegancia esa frontera que separa al cálculo de la espontaneidad. Supieron ser carismáticos y ordenados, espontáneos y compuestos.

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Sobre el final, acalorado por sus correrías sobre el escenario, se despidió con un sincero “no sé por qué nos demoramos tanto en venir aquí”, que dejaba entrever que estaba disfrutando, que él también había vuelto a experimentar buena parte de las emociones que evoca su música, que no estaba sólo cobrando su sueldo sin esforzarse. Y eso, en esta parte del mapamundi que suele ser ese destino final de una gira en el que muchos cantan por cumplir, se agradece en serio.

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