Foto: Imágenes paganas

Bill Callahan: Carretera perdida
Sábado 13 de septiembre
Cine Arte Normandie

Fernando Milagros abre la noche con hidalguía, cuando los relojes marcan quince minutos después de las diez y las rechiflas cruzan un lado a otro durante la impaciente previa en la sala del Cine Normandie. Con su guitarra acústica, Milagros despliega un escueto y respetuoso set de cinco canciones suaves, nocturnas, luciendo su prodigiosa interpretación vocal, de tono nasal y pastosidad en la pronunciación. Tranquilo, se atreve incluso a interpretar solo un tema que suele tocar con su compañero Juan Falso, para luegp despedirse con una tonada de evocación chilota -no tan luminosa como el resto, aunque sí brillaron “Reina japonesa??? y “Pieza sola???- y dejar abierto el interludio para lo que todos esperan. Difícil seducir a una audiencia que sólo tiene un nombre en la cabeza.

Bill Callahan no se deja esperar más y entra al escenario sigilosamente, junto al baterista Luis Martínez, fiel escudero del temple y el paso del vaquero de piedra. Un respeto suntuoso se expande casi por encanto entre las butacas: todos queremos escuchar y palpar a esa leyenda norteamericana, vestigio y voz viva de la memoria individual que todos tejimos en torno a los años noventa. Con guitarra eléctrica, Callahan se encarga de desgranar poco a poco su propuesta, cuyo repertorio se instala en sus discos más recientes –A river ain’t too much love (2005) y Woke on a whaleheart (2007)-, trazando amables juegos alrededor de los temas más eléctricos de su biografía, arañando su lado oscuro pero sin perder pie en el presente. Como ha sido habitual en sus numerosas encarnaciones, Bill mantiene fresca esa mutación silenciosa de su estilo, y quienes fuimos esperamos encontrar a ese Bill amable, plácido y cada vez más abstracto.

Sorprende, por supuesto, su inmovilidad sobre el escenario. Pero más que tieso, su rictus parece responder a una pasión inmanente. Su figura es la de un imán de hierro sólido, de un monolito que va llenando el tiempo con granito y mesura, y un enorme sentido de tranquilidad, de desentendimiento, que atraviesa todo su camino. Es un Callahan campechano y campestre, distante, que tensa los nervios en un segundo al dejarse caer los primeros rasgueos de baladas como “Blood red bird”, la primera daga de la noche, junto a otros clásicos como “Bathysphere” y aquel primer amago de despedida, “Cold Blooded old times”, ya más sinuosa y arisca. Pero es en aquellas canciones más dramáticas donde se manifiesta la magia de un cantautor taciturno, que por sí solo hace respirar otras voces -la de Cat Power, la de Oldham, la de Cohen y Lou Reed-, comunicando una emoción fría, muy fría, difícil de bajar a palabras.

Virtuoso en el manejo de su voz y en el emplazamiento monocromático y tan minimalista sobre las seis cuerdas, no se desconcentra un segundo. Fue un juego austero que sorteó clásicos novísimos como “Diamond dancer”, “Sycamore” o “Rock bottom riser”- y una impensada versión agilizada de “I feel like the mother of the world”- con otras joyas más delicadas como “Teenage spaceship” y la gloriosa “Bloodflow” en su versión más irónica de la noche, con ese humor congelado para llenar el espacio de canciones más pletóricas en instrumentos. Pero su mayor gracia fue jugar a fuego lento y a contraluz, como un ermitaño de sus propias tierras. Un set algo breve, quizá un poco contenido, pero lleno de sensualidad y misterio.