Echo and The Bunnymen @ Teatro Carlos Cariola
12 de noviembre 2014

Fotos: Rodrigo Ferrari

Qué grato aquello de rescatar del olvido nobles e históricos recintos y darle la finalidad para la que fueron construidos. Es lo que está pasando con el Teatro Carlos Cariola, clásica sala de espectáculos del Barrio San Diego, otrora sede de espectáculos teatrales, musicales y revisteriles, que desde hace un tiempo viene albergando conciertos de bandas nacionales y extranjeras, desafiando el triste peso de la noche que cayó con la mayoría de los teatros de barrio que terminaron convertidos en iglesias, ferreterías o teletraks.

Mi debut como público de este nuevo Cariola fue con uno de los estandartes del sonido new wave de guitarras surgidos en los 80s, Echo and The Bunnymen, quienes con la excusa del tour de presentación de un nuevo disco, el mucho más que recomendable Meteorites (2014), aterrizaron por primera vez en Santiago sin hacerle el quite, como había ocurrido las dos veces anteriores que habían venido a Sudamérica.

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Un público variopinto y de amplio rango etáreo repletó el lugar y con casi una hora de retraso en relación con lo anunciado, los de Liverpool aparecieron en escena abriendo los fuegos con las guitarras ambientales del tema que da nombre a su nueva placa. Ian McCulloch de negro, con gafas oscuras y su escarmenado militante se plantó en el micrófono, acompañado del eterno Will Sergeant y su guitarra, casi escondido en su set de amplificadores a uno de los extremos del escenario. La dupla, únicos miembros originales, fueron apoyados por una estupenda banda que completaba seis músicos en escena.

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Los primeros 20 minutos de show fueron de altos y bajos. Estuve a punto de pensar que iba a ser una noche de decepción; pero no lo fue. Dos citas a The Doors muy seguidas (no se malentienda, soy furibundo admirador Jim Morrison y los suyos) y un sonido deficiente y en constante ajuste (con demasiado auxilio de roadies en escena) me hicieron pensar erradamente.

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Lo que vino después fue hermoso. La demostración fehaciente, con sus pro y sus contras, de porqué los autores de Ocean rain (1984) son una banda única y porqué fueron la “cola del león” de las bandas de guitarras de los 80s. Demasiado psicodélicos y apáticos para el mainstream (a diferencia de U2), demasiado metafóricos y paisajistas para llegar a ser buenos letristas (a diferencia de The Smiths), demasiado vitalistas y arrogantes para la depresión impostada (a diferencia de The Cure).

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Con citas muy específicas a su repertorio post-noventas, los de Liverpool hicieron gala de toda su paleta sonora y de su evolución como grupo yendo directo al hueso de los clásicos; no faltaron los cortes de la etapa post punk iniciática (y más encantadora) de sus tres primeros discos: cómo no recibir la emoción de “Rescue”, la densidad de “Over the wall” o el sentido pop de “The cutter”. Pero también recordaron su etapa preciosista posterior con “Seven seas”, “Bedbugs and ballyhoo” o la ya mencionada “Ocean rain”. Tampoco se olvidaron de sus hits (tal vez los únicos que sonaron en radios en su respectiva época en nuestro país) “Killing moon” y “Lips like sugar”.

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McCulloch, dueño de un estoicismo amigable, entregó nobleza en las interpretaciones, las que alternaba con copas de vino, sorbos de una botella que parecía contener leche y caladas de cigarrillo, los que encendió con despreocupación (me da lo mismo que haya violado la ley; incluso podría decir que me cayó bien el gesto). Sergeant por su parte demostró porqué es uno de los grandes en su especie. Lo de él son los fraseos afilados y cortos de guitarra, la reverberación como un paisaje y las doce cuerdas como catalizador de la magia.

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Y así, con un repertorio de tres décadas, revitalizado por toda una generación de bandas que en el siglo XXI les ha sabido rendir honores a su legado; seguidores fieles y en constante renovación, fueron capaces de provocar la emoción, generar estados de ánimo, dominar las intensidades e interpelar al público con mucha clase, incluso apelando clichés populistas (como versionar el “Walking on the wild side”, de Lou Reed). Todo lo que se podría pedir y también permitir a unos clásicos como ellos.

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