Como de receta de cocina: junte usted el subdesarrollo con la lejanía geográfica y agréguele una dictadura cruenta e inamovible. Compleméntelo con un grupo de jóvenes con ganas (la mayoría sólo con eso) de hacer algo de ruido y tendrá un movimiento donde antes habían diez universitarios y sus precarios instrumentos.

Y como hay que cubrir todos los flancos, una de las pocas bandas buenas llamada Los Prisioneros serán The Clash, Depeche Mode y The Stranglers en un solo paquete. Y su vocalista se transformará en Victor Jara, Bob Dylan y Neil Tennant a la par. Pero de San Miguel. O sea un cantautor con una oreja en los sonidos post punk y otra en Camilo Sesto. Leyendo algún manifiesto de izquierda, mientras sus pies se mueven a ritmo Bee Gees.

Imaginemos que ese mismo señor, que ahora se acerca a los 50, hace una retrospectiva en vivo de su carrera en el Festival de Viña. Bueno, será como quién enciende una radio y da algunas vueltas por el dial (sí, en esta crónica hasta las metáforas son del siglo XX). El tipo comienza con un reggae a la Clash, pero sin problemas se pasa a un ítalo disco antes de desgajar una cebolla romántica. Y cuando habla parece que repitiera buena parte de los reclamos de hace tres décadas, pero no por reincidencia temática, sino porque probablemente estamos más o menos igual. Quizás agregándole la amargura de quién supuso (¿quién no?) algo mejor.

Y así aparece Jorge Gonzalez por tercera vez en el Festival de Viña. Con la mejor banda que nunca tuvo a sus espaldas (qué fácil es reconocer los méritos de Pedro Piedra, pero qué difícil con Gonzalo Yañez, ¿no?), con los adjetivos “irreverente” y “polémico” perdiendo todo su sentido en medio del speech histérico de Rafa Araneda y con una batería de canciones a toda prueba. Y este señor canoso, objeto de proyección de varios de los odios más profundos de la patria (países vecinos, homosexualidad, comunismo) entra algo tenso a escena. Claro, son las las 2:40 de la mañana y sólo ha podido entrar luego de que el manicero de la Quinta Vergara ha recibido sus merecidas dos gaviotas y las llaves de la ciudad.

Pero el tipo se va soltando luego de “Paramar”, mientras hace un repaso por la memoria popular e incluso se atreve con algunas páginas del mediano Libro, que por fin aparece en estos días. Y no habla mucho, tampoco, lo que debe de tener contentos a algunos ejecutivos, que horas más tarde difundirán historias sobre sillas tiradas y expresiones de furia en camarines. Algo para compensar el frío recibimiento de antorchas, gaviotas y todas esas ruedas de carreta con las que esta noche no comulgará.

Sí comulgará, por el contrario, con un público que aplaude a rabiar las páginas sociales y románticas, a la par. Que le agradece que mencione a los mismos apellidos poderosos y hable de esa bala perdida-dirigida mientras el bueno de Rafa pone a prueba músculos faciales y glándulas sudoríparas. Al final del día, 80 minutos de la mejor música popular chilena que, incluso escuchamos en las oficinas del Himalaya (torre de marfil nº8) de Super 45. Unos que terminaron, con “Arauco tiene una pena” de Violeta Parra y que tuvieron a mi mamá, a tu abuela y su cartero diciendo con la primera taza de té del día: “bonitas canciones, pero creo que a veces se desubica con sus comentarios ese niño González”. Lo más parecido al Oscar chileno que el bueno de Jorge podría recibir.

(La foto fue tomada por Rodrigo Ferrari en Primavera Fauna 2012)