En la cálida noche veraniega de pasado sábado 20 de enero, Mostro y Sabot conformaron una pareja imperdible para todos los curiosos de nuevos esquemas.

Lo de Mostro se ciñó al show ardiente y veloz que los caracteriza. En no más de media hora, demostraron lo bien que suenan en vivo los temas del reciente Consumido por pájaros. Se les nota mucho más frescos con las melodías de teclados y, aunque la dupla fugazmente perdió sincronía –o simplemente no andaban tan encendidos-, cumplieron con gallardía la misión de dejar al público enganchado con el siguiente experimento minimalista.

La idea de‘Sabot alrededor del mundo en 81 días’, nombre del tour por Latinoamérica con rumbo a Oceanía de estos norteamericanos mudados a tierras europeas, sólo merece una interpretación: aplanar el continente y todo lo que venga. La dupla de Christopher Rankin (Cleveland, Ohio) y Hilary Binder (Washington D.C.) se tomó su tiempo para montar instrumentos en escenario, se tomó su tiempo para pasar un breve documental sobre su visión de mundo en República Checa, donde viven hace diez años, y claro, se tomó su tiempo para desplegar con brutalidad su bagaje musical en cuatro, sólo cuatro canciones de muy larga tirada, para bucear libremente en bucles de metal y percusión ligera.

Cuando se dice que su estilo media entre el punk y el jazz, hay que explicar, justamente, esa medianía. Sólo la vasta experiencia de cada músico en sus experimentos punk, y ese guiño cómplice tan propio de los jazzistas, puede ejemplificar la facilidad con que se deslizaban sobre sus instrumentos, estableciendo quiebres bruscos, polirritmos de tintes progresivos, otras veces más caóticos y absurdos, pesados riffs hardcore de la mano de piedra de Rankin, acelerados redobles y explosión de platillos de Binder para virar, pasmosamente, a un sencillo ritmo de swing… Un afiatamiento descomunal, instintivo y siempre peligroso al que no estamos muy acostumbrados en nuestras tierras. Como referencia, salta inmediatamente el math-rock que practicaron en los noventa Don Caballero (descontando esa frialdad más racional de los de Pittsburg), o el salvajismo minimalista de Shellac, con un trasfondo noise muy propio de bandas japonesas, además de algunas ventanas de farsa circense y aires balcánicos.

Quizá ya en el cuarto tema, lo monocromático de su fórmula podía agotar los sentidos. Pero bastaba ver la sensualidad y la alegría con que tocaba Hilary Binder, cuya figura asemejaba un palitroque larguirucho y saltarín, o las múltiples figuras trazadas en el bajo por Christopher Rankin, para gozar de un ejercicio físico conmovedor.