Pixies
La Cúpula, Parque O’Higgins. Santiago.
13 de octubre de 2010.

En unos meses sobresaturados de bajeza política y comunicacional, no es perverso señalar que uno de los actos de populismo más nobles que algunos pudimos presenciar esta semana no fue protagonizado por una autoridad de gobierno o por algún honorable con ganas de figuración: fue el concierto que los Pixies ofrecieron en el centro de eventos La Cúpula del Parque O’Higgins de nuestra capital. Y digo populismo no solo por el hecho que hayan dedicado el concierto a los treintaitrés mineros (Black Francis prometió ese número de canciones, pero sumó un bonus), sino que también sometieron a dos mil almas incondicionales a una celebración de su propia vida personal; pues eso es lo que son las canciones de los de Boston, un pedazo de las vivencias de mucha gente por estos pagos.

Diciendo ésto, también es necesario aclarar que no es ánimo de este servidor indagar en los detalles que siempre se le pide a un reportero que analice cuando hace una nota de concierto –si quiere conocer cómo fue el sonido, la iluminación o encontrarse con adjetivos como “espectacular”, “intenso” o “mágico”, el amable lector podrá consultar otros medios, que hay material de sobra-, es más interesante reflexionar qué es lo que nos sucedió a todos anoche. Porque esa treintena de canciones fue el detonador de una memoria intrínsecamente ligada al pasado de quienes hace rato que dejamos el rótulo de veinteañeros: quién no se acordó del amigo que llegó a mostrarle sus progresos en el bajo tocando las notas de “I bleed”; quién no rememoró sus años de locura universitaria al ritmo de “Vamos”, o fiestas rancias en cochambres noventeras bailando “Debaser” ; quién no se abrazó a su primo o amigo de regiones que en su adolescencia vibraba junto a ti a la distancia con “River euphrates”; quién no recordó que existieron bandas tributo en esa época para honrarlos, como Pixiemanía; o, simplemente, quién no vivió su pequeña revolución interna al darse cuenta que era perfectamente posible que seres humanos entrados en carnes, con cortes de pelos convencionales y horribles, vestidos con pantalones cortos y camisas ordinarias pudieran crear maravillas de otro mundo como “Cecilia Ann”, “Is she weird” o “Velouria” (recuerdo perfectamente que la primera vez que vi una foto de Pixies en una revista casi entro en coma).

Y no es la intención hacer de estas líneas un total acto de nostalgia –mucho de eso hay, pero hay que tener en cuenta que es peligroso permitírselo muy seguido-. Sin embargo, resulta necesario resaltar que era escalofriante cada vez que Francis, Kim Deal, Joey Santiago y David Lovering partían un gran tema -todos lo fueron-, porque se lo tocaron todo, porque ese era su público, porque esas canciones (algunas con más de 20 años de antigüedad) les pertenecían y habían sido hechas para ellos. Y lo que se vivió fue demasiado real; podría haber durado las cinco horas que dura un show de Springsteen e igual hubiese dejado con gusto a poco al respetable. Tal vez porque aquellos discos no fueron suficiente en su época, porque tuvieron escasos puntos bajos en su legado cancionero, porque no tuvieron tiempo para caer en lo mediocre (se disolvieron justo antes de eso), porque su creación ha envejecido de la mejor forma y porque su escuela perdura hasta el día de hoy. Entonces, no sería tan erróneo ni tan cliché decir que el cuarteto está pagando con creces la deuda que dejó con todos los que siempre soñaron con verlos y que valió la pena el altísimo precio de las entradas (alrededor de U$100).

Y no sigamos con esto, nadie puede hablarles de la música de Pixies, ya todos saben de qué se trata. Sería ridículo hacer descripciones de potencia, ejecución, actitud, enumerar los errores de los músicos y todo lo que siempre parece gustarle al periodismo musical. ¡Este fue un concierto de rock hecho por seres de carne y hueso, de los mejores que hemos visto, carajo! Con eso basta.

Foto gentileza de paranoiaeggs.