¡Ay, el libre mercado! Cuando uno cree que un festival de música sólo se va a tratar de música, el libre mercado siempre está ahí haciendo de las suyas, para recordarte que todo está regido por él. Que como consumidor, hay pocos derechos y muchas reglas que tienes que acatar. Que si existieron filas de más de una hora para poder alimentarse, se debe a que aceptaste que no se podía entrar comida al lugar. Que si tuviste que esperar varios minutos para salir del recinto, es culpa de un estacionamiento repleto y una mala coordinación con Carabineros.

Que si tuviste que estacionarte en la berma, al otro lado de la carretera y a más de 200 metros de la entrada, se debió a que otros no calcularon bien la cantidad de personas que iban a asistir. Que mientras en algunos lugares hay que caminar varios kilómetros para conseguir agua, acá botaban litros y litros de agua al suelo por una regla extraña en la que sólo se permitía el ingreso de botellas de agua vacías. Que es uno el que debe aguantar a pilas de borrachos prepotentes, a quienes les importa más estar ahí, tomándose fotos, emborrachándose y empujándote, que disfrutar de la música.

Entonces, la música deja de importar.

En ese momento, uno sólo puede alegar contra el mundo por su derecho a pasarla bien, a comer bien, a hidratarse, a tener un lugar para descansar, a llegar pronto a casa. E, insisto, la música es la última de tus prioridades. Pasa a segundo plano y te da rabia, porque pagaste un montón de dinero y no, no la estás pasando bien. En tu interior afirmas que el libre mercado tiene todas las de ganar. Y, por un momento, lo crees.

Entonces, la música vuelve a importar.

Y ahí tienes a un trío de brasileros locos, haciendo reír al público, bailando con ellos mientras hacen correr una botella de pisco. O a un noruego que arma un soberbio live a base de música disco del futuro, repleta de guiños a Moroder, Sylvester y Larry Levan, otorgándoles personalidad, inteligencia y contundencia. También ves a un cuarentón de pelo largo y canoso, luchando contra la oscuridad, el viento y la indiferencia, haciendo rugir a su guitarra, mientras el pelo le cubre la cara y, sí, gana la lucha contra todos los factores externos.

Al mediodía, ves a un chileno de apellido raro hacer bailar a mucha gente como si fueran las diez de la noche. Te sorprendes con una colombiana maravillosa, que entrega canciones enraizadas en la cumbia, con pasión y energía desbordantes. Abres los ojos de par en par, mientras un grupo de neoyorquinos bien vestidos se desarman en el escenario, entregando sólidas canciones de rock. Te admiras de un pulcro e impertérrito alemán que, acompañado de un histriónico chileno, pone a bailar a medio mundo con una mezcla de reggaeton, acid y house.

Más tarde, el alemán vuelve a aparecer, esta vez acompañado de una de las figuras más importantes de la música chilena, en un concierto emocionante, y no te quedan dudas de lo grande que es “ese” disco, de lo importante que es para la música pop actual, de lo bonito que es cantar canciones en tu idioma y corearlas con tus mejores amigos. Y al final de todo, cansado como nadie, te ríes una y otra vez con las historias de un inglés delgado, disfrutas con sus canciones sobre la clase media que alguna vez bailaste en tu juventud, allá en la Blondie o el Bal-Le-Duc.

Y al día siguiente, con una sonrisa en la cara, piensas, aseguras y le dices a todo el mundo, que todos y cada uno de esos momentos que viviste el día anterior, son la prueba fehaciente de que la música fue lo único realmente importante.

Pronto la segunda parte de nuestro reporte, con lo más destacado según el equipo de Super 45.