Cuando meses atrás supe que por motivos de trabajo debía viajar a Nueva York y a Washington DC, lo primero que hice fue conseguirme la cartelera local. Es que para uno, que esperanzado cruza los dedos cada vez que se entera de alguna banda relativamente importante que visitará Brasil o Argentina, estos viajes son muchas veces la oportunidad de ver bandas que quizás nunca darán una vuelta por nuestras tierras.

La cosa es que si es que te lo propones, Google es tu amigo. Y así me enteré que uno de los shows más esperados de este mes en NYC, junto con Elvis Costello y con el cacareado disco nuevo de Bjork, era el show que traería a la ciudad que nunca duerme a The Arcade Fire teloneados por los magníficos The National. Reviso raudamente Ticketmaster y la respuesta era esperable: Sold Out.

Pero supongo que usted haría lo mismo que yo. A pesar que el lugar era el desconocido The United Palace (imperdible el website: anunciando a Raphael de España) y que lo más probable es que en esta aventura me la jugara solo, tenía que hacerlo. La mañana del lunes tomé aire y decidí que entraría como fuese.

Luego de pasar más de cuarenta minutos en un metro casi completamente vacío, a unas 20 estaciones de mi hotel, me bajé en Broadway a la altura del 4200. Dado que las cosas nunca resultan como uno las propone, por supuesto que me bajé en la estación equivocada. Cuento corto, a dos cuadras de distancia es posible apreciar el famoso teatro, que en ese preciso momento descubrí que es de los típicos recintos, casi siempre teatros o cines en desuso, que son finalmente ocupados por sectas agrupaciones evangélicas con gurúes brasileños. Poca gente afuera a pesar de que faltaban sólo minutos para las 8, hora en que se daría comienzo a todo.

Cruzo la calle buscando alguna mirada cómplice. No de algún chileno ni menos de alguna neoyorquina. Sino la mirada cómplice de ese oscuro personaje que, esta vez esperaba, fuera mi pasaje non stop para levantar el puño diciendo lies, lies!: algún revendedor. Todo fue más fácil de lo que pensaba. Lejos de un flaite con mirada desconfiada y manos dentro de un polerón como escondiendo algo (ahora que lo pienso es casi una mejor definición de mi en ese momento), cruzando la calle me encuentro con un chico mostrando una entrada. Pregunta de rigor, subida de precio de rigor por su parte. A pesar de pagar casi 15 dólares más del precio de taquilla, el gran obstáculo ya lo habíamos salvado: teníamos nuestro ticket. El resto, era esperar.

Estando dentro, The National ya había empezado lo suyo. Sorprende en todo caso la sobriedad de su puesta en escena. Siendo algo así como casi los evil twin de Interpol -con mezclas precisas de Pulp y quizás por la voz del vocalista Matt Berninger incluso algo de Tindersticks- los de Ohio tocaron casi completo su alabado último disco Boxer en el poco espacio que dejaban los instrumentos del plato fondo de la noche. Se llevaron aplausos cerrados, especialmente porque siempre se agradece cuando se mezcla la melancolía con violines y guitarras afiladas. Bueno, para los amantes de los violines lo mejor estaría por venir.

Luego de algunos pequeños segundos de oscuridad, se iluminan las cuatro minipantallas redondas del escenario proyectando las formas electro-ochenteras de la carátula de Neon Bible, la última gracia de los canadienses y que vienen a presentar en NY. Las luces sobre el escenario apuntando directamente a los violines y a las tres bocinas que los diez Arcade Fire utiizarán con rabia, patadas a micrófonos mediante.

Y arrasan con el público masacrando desde el comienzo. Casi sin pausas pasaron “Black Mirror”, “No Cars Go” y la potentísima “Neighborhood #2 (Laika)”. A estas alturas el dolor de las manos cuando tanto aplaudes con esos ritmos clap-claclap-clap-claclap ya tan característicos queda atrás. Público completamente entregado y algo que no es del todo común ver, a lo menos en Chile, que es una devoción única en el escenario. Como si tocar en vivo estas canciones con subidas de volumen progresivo fuera una suerte de sanación para Win Butler y compañía.

Sobre todo al principio, molesta un poco la actitud de heroína emo que muchas veces exagera Régine Chassagne. Con aleteos sobreactuados y muecas para la galería a veces logra desconcentrar más de la cuenta. Pero especialmente después de alternar en la batería, llega a asustar lo que el multi instrumentismo (?) de los de Quebec puede llegar a entregarnos. ¿La nueva esperanza blanca del indie? Quien sabe. Más allá de lo que la crítica oficial dice, lo de Arcade Fire es de verdad. Te das cuenta que todo vale la pena cuando no te extrañaría que al terminar la última canción hagan todo pedazos. Y eso, hasta donde me enseñaron, es el ethos del rock.

Cuando ya se prendían las luces para retirarse, extrañé el tan nuestro aullido de exigencia de más canciones. Extrañé esa incondicionalidad sudamericana (?). Pero la realidad de un público ordenado que nunca ocupó los pasillos a pesar de volverse loco con cada acorde me hace recordar lo que acabamos de presenciar. Y es que después de una presentación tan sólida como esta y de sólo recordar la ya clásica mezcla “Neighborhood #3 (Power Out)” con “Rebellion (Lies)” donde el teatro casi se vino abajo, no queda más que conformarse. Después de Neon Bible los canadienses no tienen tope. Y yo sigo cada vez más incondicional.

Las fotografías son de Lawrence Fung y algunas mias.