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Este disco tiene varias gracias. Una de las principales es que al terminar de escucharlo da la sensación que hubiésemos sido parte de uno de esos ejercicios conceptuales que nos impiden distinguir el álbum completo de cada una de los temas que lo componen. Es que si bien tiene puntos altísimos, como el potente comienzo en ‘Fiery crash’, con este nuevo disco, Bird se muestra capaz de seguir llenando los silencios con silbidos, violines, chelos y xilófonos, que transportan desde la melancolía de ‘Cataracts’ a espacios sonoros más experimentales (como ese final apocalíptico y coherente que es ‘Yawny at the Apocalypse’).

Las visiones plumíferas y la soledad vuelven a ser parte de las obsesiones de un Andrew Bird que esta vez logra conjugar un imaginario poético por el lo han emparentado con el amaneramiento hype de una Joanna Newsom o con las referencias religiosas explícitas del, a esta altura, ubicuo Sufjan Stevens.

Porque, no obstante, repetir algunas de las fórmulas que ya mostró en el alabado The Misterious Production of Eggs (Righteous Babe, 2005), Bird es capaz de rearmar las piezas del puzzle y hacer una versión 2.0, mejorada y corregida. Tomando piezas propias y replanteándolas en clave pop, como en ‘Dark matter’, y con referencias melódicas de hasta un Jens Lekman en un par de silbidos de Cataracts, en este nuevo disco es capaz de hasta dulcemente experimentar con baterías trip-hop y ritmos caribeños (?) en ‘Simple X’.

En esta apuesta, Bird toma una micro que lo lleva directo a los rankings de lo mejor del año. Entre otras cosas porque entrega un puñado de buenas canciones que el tiempo dirá si supera su anterior entrega, pero que sin duda nos hace caer en el jueguito, porque al volver el disco a su caja, te quedas sin posibilidad alguna de olvidar esas pegajosas melodías que te obligan a silbar.