Qué fácil reducir a estas alturas un disco a una sola canción, qué fácil escribir cosas como, por ejemplo, que el debut de Beck en un sello multinacional hizo bailar a muchos gracias al rítmico desencanto de “Loser”, qué fácil querer transformar a Beck Hansen en una especie de héroe generacional, siguiendo quizá la agenda de algún medio gringo, por el desgano con el que se paraba frente a la cámara o ante el micrófono.

La verdad, por acá, es muy otra. En los tiempos en que MTV era de verdad un lugar para conocer nueva música, Beck vino a aparecer como una especie de relevo de la amargura teatral del grunge, como un experimentador pop capaz de reunir el sonido del hip hop blanco tal como lo entendían los Beastie Boys con el folk sicodélico de los Flaming Lips, que por entonces eran un grupo más bien desordenado y caótico que todavía no encontraba la prolijidad grandilocuente que los haría mundialmente famosos.

Pero eso también es una especie de fórmula, de relectura que se beneficia con la distancia de los años. Para explicar el impacto de Mellow gold hay que echar mano a asuntos más domésticos, más del interior de nuestras fronteras.

Eran otros tiempos. “Loser” y “Beercan” sonaron en nuestras radios en un momento en el que lo “alternativo” –una etiqueta que en esos años que se usaba con una mezcla pareja de perplejidad y admiración, mucho antes de que se dijera con desprecio o que se utilizara como forma de encasillamiento cómodo- despertaba cierta fascinación entre periodistas y público acostumbrados a que el disco de un artista norteamericano se planteara como un producto terminado, totalizante, una especie de pequeño mundo que se desplegaba gracias a las herramientas del márketing de los grandes sellos. Pensemos en los discos de acabado perfecto de compañeros de sello de Beck por esa época, como Aerosmith o Guns n Roses.

La astucia artística de Beck estuvo, precisamente, en presentarse como una especie de espantapájaros o de niño perdido. Desde la carátula que muestra una horrible escultura hasta los videos rodados con descuido, Beck aparecía espontáneo en un momento en el que las estrellas pop se dedicaban, como siempre, a la impostura.

El reciente regreso de la democracia a nuestro país nos daba hambre de novedades de afuera. Y Beck tenía esa aura de perdedor, por seguirle un poco el juego, que lo hacía poco amenazante, casi querible, que lo acercaba a nosotros como si no fuera otra cosa que uno más de nuestros amigos borrachos que cantaban casi como para matar el tiempo. Y claro, eso no es más que otra estrategia de ventas, una que nació y murió con este disco de Beck, que con el tiempo se reinventó como un artista de pop conceptual, que jugaba al folk, a la bossa nova, al funk o a la electrónica dependiendo de su estado de ánimo.

Claro que sería pasarse de listo decir que Mellow gold no tenía buenas canciones. Si perdura hasta hoy es gracias a composiciones que unen de manera efectiva la poesía automática con una mirada fatalista y casi terminal, como “Steal my body home”, “Blackhole”, “Whiskeyclone” o “Pay no mind”, y que curiosamente son las que dominan el disco. Incrustados ahí, aparte de los singles, hay un arranque de energía rockera (“Mutherfucker”) y algunas viñetas de placidez ácida como “Sweet sunshine” o “Nitemare hippy girl”.
Y así se va el disco, que tal vez alguien describirá como el testamento de una generación, o como el brillante despertar de un artista sin miedo a revolver estilos. Puede ser. Pero también, y por ser más justos, es sencillamente un disco con un par de canciones pegajosas que aquí apareció en el momento justo.