Cuando el mundo pensaba que el bueno de Beck Hansen sólo sufría una controlable bipolaridad (experimentos funk-sampledélicos en su fase maníaca; folk amargo, cuando la depresión llamaba), Modern guilt nos revelaba un diagnóstico más complejo. No contento con saltar enloquecido por los aires y luego hacer alguna letanía acústica sobre lo idiota que fue caer desde tan arriba, el undécimo álbum se abría a nuevas patologías. Con la ayuda inestimable de Danger Mouse en la producción, el paciente in-volucionaba unas cuantas décadas atrás para reaparecer como un rockero psicodélico teletransportado a un universo de secuencias y loops. Como si Rory Erickson se abrazara con DJ Shadow. ¿Problemas de personalidad, me dijo, Doctor?

El aporte de Brian Burton (cerremos la discusión: el productor más influyente de la década y que no se hable más) serviría para recuperar la brújula luego de un par de discos faltos de magia y con cierto sabor a recocido como Güero (Interscope, 2005) y The information (Interscope, 2006). Sin alcanzar las cuotas de belleza de Sea change (Dios, qué contentos nos pone la infelicidad de Beck), pero con mayor simplicidad y efectividad que las entregas anteriores, esta nueva reencarnación (patología, dijimos) rockera fue suficiente para volver a alabar su talento. Sume usted “Gamma Ray”, “Modern guilt” o “Walls” a ese repertorio a prueba de balas que tiene Hansen y olvídese de los discos-partitura, la cienciología y alguna coreografía sonrojante: Hansen es de los (lunáticos) buenos.