Amamos a Belle and Sebastian. Como una institución magnética y mesiánica, en ellos hay algo para todos. En Stuart Murdoch siempre encontraremos un perno apasionado que pasó de hacer homenajes a la música que escuchaba de chico, a diez años más tarde consolidar un estilo de pop en sí mismo. Los amamos porque en sus discos las pintoras tienen crisis existenciales, suceden cosas muy malas a la orilla de los rieles del tren y las secretarias hacen “horas extra??? para complacer a sus jefes. Con reverencia, nos sorprenden cuando de verdad quieren hacerlo y nos rompen el corazón cuando se dejan estar. Porque al final, los amamos tal como una barra brava que se desvive por su equipo. Por eso, su último disco, The life pursuit, parece uno de esos partidos donde trataron de dejarlo todo en la cancha y aún así empataron. Una elusiva victoria moral.

Después del flojísimo Fold your hands child, you walk like a peasant (Jeepster, 2000) y una serie de disputas domésticas (adiós Isobel), Murdoch y Cía. decidieron hacer lo único que les quedaba para no marcar el paso: junto con Trevor Horn se volvieron más grandes que el dial mismo, sacando el compendio pop de lujo que fue Dear catastrophe waitress (Rough Trade, 2003). En versión renovada, Belle and Sebastian tomó las cuerdas y bronces para llenar el espacio y se alejó de las escenas pastoriles, que se habían vuelto un cliché. Con asombro, vimos que podían reinventarse a sí mismos (aceptando que eso no era un lugar común) y les compramos su nuevo formato bombástico. Porque podían hacerlo y queríamos que lo hicieran. Pero en The life pursuit hay algo que no termina de convencer. Siguiendo la dirección de su disco anterior, sin duda están los hits instantáneos: ‘To be myself completely’ tiene esa melancolía disfrazada en los coros a dos voces con una salida de cuerdas modestas (algo que a estas alturas debiera ser uno de sus trademarks); ‘We are the sleepyheads’ los pone en una radio AM setentera diciendo “We’ve been in this town so long we may as well be dead???, con una alegría de teclado moog, y en ‘For the price of a cup of tea’ no sólo hay falsetes que harían enrojecer a un purista, sino que ironía pasivo-agresiva acompañada de flautas traversas: “For the price of a pint of milk I’ll tell you all I know about the state of the world today. Sit down, enjoy the show???. Pero es en las canciones que van más allá (‘White collar boy’, ‘Sukie in the graveyard’ y ‘Song for the sunshine’), emulando un sonido soul sesentero –con una mezcolanza entre funk, Motown, northern soul y festival de San Remo protoelectrónico–, donde les hacen el primer gol. Y cómo sufrimos. Porque sabemos, como ha sido desde el comienzo, que están haciendo esas canciones porque es un sonido al que le tienen mucho cariño. Es el tributo del perno a la música que le pone los pelos de punta. Pero una se queda con la impresión de que, comparada con ‘Me and Julio down the schoolyard’, de Paul Simon, ‘Sukie’ destiñe; que desafinan como no lo haría jamás un cantante Motown, y que el clavicordio no suena ni tan groovie ni tan sexy como para sostener el coro de ‘Song for the sunshine’. Excelentes ideas no tan bien ejecutadas, no por falta de entusiasmo sino por sus propias limitaciones. Y si en otra banda hubiesen sido inaceptables, en Belle and Sebastian son una victoria moral que deja la tranquilidad de que todavía quedan fechas en una campaña donde no van a perdedor. Si diez años atrás volvieron a traer un formato pop folk a las listas indie, con Tigermilk (Matador, 1996), quizá ahora es el turno de una nueva versión del soul blanco. Y The life pursuit es un ejemplo algo fallido de que continúan en la dirección correcta. Porque como hinchas que somos, aceptamos que en ellos los errores surgidos por el entusiasmo son casi adorables: nos gusta que dejen todo en la cancha.