Una historia de Nueva York: a comienzos de los noventas dos estudiantes de arte japonesas se encuentran con dos gemelos italianos en un restorán y deciden formar una banda.  En una ciudad donde puede pasar cualquier cosa, Steve Shelley los ve tocar y con eso se cierra el círculo que va del no wave más oscuro a lo que habría de ser la explosión guitarrera que ayudó a fomentar el sello del baterista de Sonic Youth durante esa década. No podría haber sido en ningún otro lugar. El art rock nació en Manhattan y Blonde Redhead emergió extraterrestre y difuso como uno de sus mejores exponentes.  Y ya ni siquiera hacen rock.

Desde Misery is a butterfly (4AD, 2004), Blonde Redhead vienen haciendo un pop  pasmosamente elegante. Si una banda es una ciudad, entonces Blonde Redhead se gentrificó en el pop y se volvió ese barrio donde antes hubo confusiones y miserias y ahora las casas aparecen relucientes al sol.  Una suerte de Brooklyn sin hipsters, donde la complejidad es mucho mayor que la simple forma. Penny Sparkle, su octavo disco, es un ejercicio perfecto de sintetizadores, susurros y ese ambiente adictivamente malsano que le impregnan Kazu Makino y los hermanos Pace en todo lo que tocan. Sea en vivo, donde se sitúan en una dimensión completamente distinta a la del público, o vagando perdidos por Williamsburg en su auto sin poder llegar a la tocata en la que deben presentarse, Blonde Redhead habitan en un reducto muy diferente que el del resto.

En Penny Sparkle hay referencias a luces tenues que incitan a tomarse de la mano,  una Nueva York que se extraña como a una persona y una serie de lugares (Oslo, Suiza, España) que aparecen como la resaca de estar viajando y no hallarse cómodo en más que un sólo sitio . Creando una atmosfera de familiar rareza -un logro que les tomó 17 años- este disco también puede leerse como lo que es estar con otro cuando todavía se quiere algo que no aparece. En la subyugante voz de Makino aparecen frases como “¿Es esto amor o una prisión?” (“Love or  prision”),  o “Compartamos nuestra sangre y nuestros corazones” (“Oslo”).  Penny Sparkle, como los últimos discos de Blonde Redhead, es una versión B de un disco de amor. Más perturbador y mucho menos claro. Si a eso se agrega la acertada producción de Alan Moulder, el resultado es un álbum de pop que se escucha fácil, que se impregna como los olores raros y que llama a darle muchas vueltas porque hay algo ahí innegablemente misterioso que no tiene respuesta simple. Como una ciudad que siempre cambia. El mejor disco de Blonde Redhead a la fecha.