Aparecido en 1971

Seguramente muchos han leído el termino música orgánica. Parece un concepto empalagoso, una forma fácil de dejar sanjada una idea preconcebida o una solución manoseada cuando no se puede explicar bien porqué una cosa respira a pesar de ser artificial. Sin embargo, hay bandas que logran ese milagro. Cuando se habla -pocas, pero importantes veces- de la banda alemana Can, “música orgánica” siempre está entre los términos empleados para definirla. A pesar de lo snob y poco afortunado del término, Can ES música orgánica, porque va más allá. Un organismo vivo que se transforma y se renueva a cada tanto. Y esto último, aunque también suene a cliché, no nos queda más que aceptarlo y disfrutarlo si hablamos de un disco como Tago Mago.

Próceres del krautrock, todos los integrantes de Can, excepto sus vocalistas, fueron estudiantes de música docta y pro-vanguardia. Con nombres como Stockhausen entre sus mentores, partieron de una idea tan revolucionaria como clásica de renovar la canción pop, fusionando la avanzada y la tradición, agregando elementos sonoros de todo el mundo. Tomar sus gustos personales (James Brown, Bach, Miles Davis, Jimi Hendrix) y pasarlos por el filtro de sus estudios. En una época -fines de los ’60- de revoluciones y contrarrevoluciones, manifiestos de amor y paz, lideres carismáticos, los Panteras Negras y la familia Manson, Europa vivía esperando el siguiente movimiento, copiando de muy malas maneras lo que estaba de moda. Eran pocos los que veían a través del espejo y descubrían las buenas nuevas de bandas como Velvet Underground. Y qué duda cabe que Can fueron los alumnos más lúcidos en esta materia.

Después de dos discos decentes pero aún sin pulir –Monster Movie (1969) y Soundtracks (1970)-, y el abandono del primer cantante Malcolm Mooney, comienza la época de oro de Can. Un engranaje bien engrasado, sin defectos ni decoraciones presuntuosas. Mirando felizmente al abismo, Tago Mago es el punto en que todas las ideas pasadas y futuras de la banda se unen: la matemática aplicada de una percusión mitad africana y mitad jazz de uno de los mejores bateristas de la historia, Jaki Liebezeit; la guitarra virtuosa pero sin efectismos de Michael Karoli; las atmósferas sutiles y pregnantes del teclado de Irmin Schmidt; el bajo poderoso como un roble de Holger Czukay; y el carisma y voz monotonal del japonés Damo Suzuki, de quien, como se escribió una vez, parecía “un alien tratando de inventar lo que es cantar”. Esto da como resultado un disco inabarcable, donde las nuevas ideas se transmutan a cada nueva escucha. Un álbum irrepetible en su contenido, tanto, que ni siquiera la banda podría igualarlo en el futuro.

Tago Mago abre con las suaves melodías orientales de “Paperhouse”, el sonido casi alienígena de “Mushroom” y los explosivos coros de fondo de “Oh Yeah”. Después de este notable comienzo, el ritmo incesante de “Halleluwah” presenta los toques funk de Karoli, más el ruido industrial aportado por Czukay, hasta desembocar en un clímax piscodélico irrepetible. Una pieza tan radical como gloriosa, que no envejece a pesar del tiempo.

Muchos críticos podrían etiquetar a Can como una banda progresiva, pero es mucho más que eso. Can es baile y matemática, improvisación minimal y jazz sin protagonismos. Y, para los que aún no los conocen, su discografía es una de las obras más perfectas que existen (“incluso en sus errores” como decía James Murphy, de LCD Soundsystem). No es casual que Mark E. Smith de The Fall afirme que es la banda más influyente de las últimas décadas. Tampoco que Sonic Youth les haga un guiño en el video de “Teenage Riot” o que integrantes de Spoon o Mushroom lleven su nombre en las poleras. El gusto de insertarse en el mundo de una banda como Can es irrepetible. Están avisados.