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Crystal Castles es un dúo el cual optó por crear una identidad a partir de una especie de rarismo. Lo anterior se traduce tanto en su música como en su imagen pública, pues juegan a eso del artista anónimo (a lo Daft punk), pero de una manera que no resulta obvia y, a su vez, los temas que entregan en su disco homónimo (Last Gang, 2008) funcionan bajo aquel parámetro en el que el músico no es una persona alcanzable por la cotidianidad de un oyente y en donde los temas pueden ser tan alejados del formato canción, ese que abriga los oídos de casi toda la música pop, que la conclusión a sacar no es otra que cuando se escucha a estos canadienses se está frente a una manera de concebir la música -o más bien los temas dentro de un disco- como un accidente.

Su regla pareciera no ser otra que hacerte cerrar los ojos y seguir el hilo temporal de lo que suena, ya que si bien su sonido, cargado al electro mayoritariamente, obtiene cierta cadencia gracias a la repetición, sorprende y te mantiene atento. No hay mejor explicación de lo anterior que escuchar “Alice practice”, un tema que, como su nombre lo indica, es una prueba de estudio de Alice (la chica del dúo) y que en ningún caso pasa desapercibido, porque lo que se escucha es una constante voz desgarrada insistiendo sobre un beat que aspira al caos melódico y que no está programado para acompañar ni para sostener líricas, sino que para confrontarse a su contraparte, la misma Alice.

Y así funciona el disco en sí mismo, claro que no siempre el caos es la tónica puesto que te puedes encontrar con temas tan entrañables, incluso melancólicos (“Magic spells???), como con el ritmo más pistero de lo que va del año (“Air war???), y seguir pensando en que aquel tinte de extravagancia obscura es lo que le da coherencia a los temas entre sí, lo que los hace ser parte de lo mismo, parte de la mente de dos jóvenes con bastante talento que se aburrieron de la actitud desenmascarada del pop y que prefirieron guardarse algo, crearse como misterio y a partir de eso hacer electrónica atractiva, comprometida con elementos que están lejos del auditor y seguramente muy cerca de ellos mismos. He allí la cuna de su misterio y la razón de su mayor atractivo.

Otro elemento imprescindible a tomar en cuenta es el factor de desencanto que se aprecia en temas como “Crime wave”, en donde los bajos te meten automáticamente en un antro que no elegiste, pero que te gusta y en el cual no canta una persona sino que suena la voz sampleada de alguien, cantando su desgano y resumiendo con ello, en gran parte, el modo bajo el cual este dúo concibe algunos de sus tracks: como una protesta fresca al conservadurismo y dogma poperos, de sonido duro, pero a su vez fruto de un amor al arte que hace las veces de motivación para ejercer tal protesta. Esa dualidad se aprecia claramente en “Courtship Dating”, logrando con eso uno de los mejores cortes de la placa y mostrando un comienzo rudo y áspero, para luego decantar en líneas melódicas que no expresan otra cosa que recogimiento y reflexión, justamente lo que les permite mantenerse en un explícito bajo perfil, y desde ahí hacer música misteriosa.

Más allá del sonido mismo, Crystal Castles gana mucho con mantenerse en una plataforma extravagante y sin tanta pirotecnia, ya que le permite cuidarse, de momento, de aquel fenómeno de estar en la cumbre del hype y luego caer a la nada. En ese sentido, también le da espacio a que sus creaciones futuras sean auto-concebidas desde el mismo lugar que este disco homónimo: desde algún lugar muy dentro de ellos mismos, el cual está prohibido al oyente. La fórmula está en sólo escuchar y no intentar comprender la génesis del sonido de estos canadienses.