Durante el lapso de una década David Robert Jones fue un ignoto cantante folk, Ziggy Stardust, un enamorado del soul americano, “the thin white duke” (ese con delirios neo nazis incluidos) y un autoexiliado en las extrañas calles de Berlín. O sea, en una industria que exigía, por lo menos, un disco al año, se movió más rápido que sus observadores y reinventó su carrera las veces suficientes como para ser tildado, positiva y negativamente, de camaleón. Aun así (o quizás por lo mismo) desde el pastiche soul-funk de Young Americans (Virgin, 1975) que había abandonado las listas de hits, transformándose en un vital referente para la música pop, pero sin que esa influencia se tradujera en ventas. Mirando la cuenta bancaria, Jones decidió una jugada magistral: ¿y si se transformaba, de una vez por todas, en David Bowie?

Siendo exactos, el verdadero ataque al corazón del mainstream sería Let’s Dance (Virgin,1983), con la producción del ex Chic Nile Rodgers y con una cantidad tal de hits que Tina Turner, Prince y Michael Jackson tuvieron que cederle algo de espacio en los rankings. Pero es en Scary Monsters, donde se produce la perfecta cruza entre experimentación y masividad. Un espacio, para que alejado de la máscara y/o personaje de turno, la atención estuviese sobre las canciones y el ropaje adecuado para ellas. Luego de este disco, Bowie no tendría medias tintas en buscar el éxito de manera explícita (Tonight, Never Let Me Down, Heathen) o en la expiación de sus culpas con discos impenetrables (Outside, The Budha of Suburbia). Pero en 1980 nada de eso sucedía aún.

Habían pasado los años de experimentos y desintoxicación representados en la famosa trilogía de Berlín compuesta por Low, Heroes y Lodger; y Bowie se acercaba cada vez más al formato canción. Ya en la última placa había dejado de lado los instrumentales cortesía del co-productor Brian Eno para tratar de generar la improbable unión entre el sonido gélido descubierto en los estudios Hansa y su formación pop. Reinstalado en Nueva York y con un equipo formado por los infaltables Carlos Alomar, Dennis Davis y George Murria, junto a un inspirado Robert Fripp, Bowie hizo, quizás, su último gran disco y, de paso, creó un movimiento: la new wave.

Porqué ¿de dónde surge esa vuelta al estribillo pop con coartada futurista si no es en los 3 minutos exactos de ‘Ashes to ashes’ y ‘Fashion’? ¿En qué otro espejo se miraron Gary Numan o David Sylvian si no es en el distanciamiento cool de las voces y letras de ‘It’s no game part.1’ y ‘Because you’re young’. Digamos que quitando hombreras y peinados exóticos, el germen de los nuevos románticos está en los 10 tracks de Scary Monsters. Por favor, no acusemos a Bowie de los variados esperpentos de la época, y agradezcamos otra de las cruces clavadas en el monstruo del rock progresivo.

Con la inestimable ayuda de Tony Visconti en la producción, los resultados de Scary Monsters logran una fusión entre el Bowie experimental de fines de los 70s y su faceta más exitosa de principios de esa década. Los primeros minutos con ‘It’s no game part.1’, advierten eso. Con un muy interesante trabajo en las armonías (que contrapone a la presencia de la japonesa Michi Hirota las habituales sobre-grabaciones vocales de Bowie) y variados filtros aplicados a los instrumentos, una balada bastante estándar (como se puede escuchar en ‘It`s no game part.2’, al final del disco) se transforma en un producto extraño y fascinante a la vez. ‘Up hill and backwards’ algo recuerda a ‘Panic in detroit’ y conforma con ‘Teenage wildlife’ el sector dedicado al recuerdo del rock de los 50s, siempre querido por el camaleón. ‘Because you’re young’, ‘Scream like an angel’ y la versión de ‘Kingdom come’ de Tom Verlaine logran desarrollar los conceptos sonoros de Lodger (Virgin, 1979), con la inestimable ayuda de Pete Townshed y Robert Fripp; pero es en la tríada ‘Scary monsters (and supercreeps)’, ‘Ashes to ashes’ y ‘Fashion’, que el disco alcanza mayor altura. Estirando los límites de la canción pop hasta lo indecible, Bowie logra imponer sus propios términos dentro de los rankings de la época. Una tajada de pop futurista, el retrato sobre un junkie con algunas frases prestadas por Kafka y la mejor canción tonta sobre un tema idénticamente estúpido, conforman los motivos porque este disco es de excepción.

Scary Monsters tuvo una alta influencia en la década que se iniciaba. Podemos pensar que este disco fue el que escucharon para bien y para mal Mark Hollis (Talk Talk), Nick Rhodes (Duran Duran) o Phil Oakley (The Human League). A partir de él, también, comenzarían las 2 opciones clásicas para referirse a cualquier nuevo trabajo de Bowie (cuando no es “otra desesperada adaptación a los nuevos tiempos???, es que “se está refugiando en sus hazañas del pasado???). Claro, el inglés antes reciclaba ideas de otros con más gracia y avanzaba más rápido que sus detractores. Por allá por 1980 David Robert Jones guardaba disfraces y se miraba con su satisfacción en su propio espejo.

*Todas las semanas revisamos un clásico contemporáneo. Algo para hacer memoria reciente.