Esto le sucedió a la gente buena y soporífera de Marillion. Cuando sacaban su disco Anoraknophobia del 2001, retaban a la prensa a escribir una reseña que no contuviera las palabras “rock progresivo”, “dinosaurios”, “predecible” y “álbum conceptual”. Difícil la ponían, ya que probablemente era un (respetable) disco de rock progresivo y conceptual facturado por (respetables) animales extintos.

No será uno quien levante la bandera de la perspicacia periodística (una transparente, supongo), sobre todo cuando se enfrenta a la misma problemática. Porque ¿se puede hablar de The next day sin mencionar las palabras “regreso sorpresivo”, “camaleón”, “retiro público” y “Berlín”? ¿O evitar repetir como en una prueba de biología la (verdadera) línea evolutiva que va de Ziggy al Duque Blanco y que está en el ADN de la mayor parte de lo que entendemos por buen (y mal) indie rock? Por supuesto, que no. Que vengan, entonces, Hogart, Fish, Emerson, Lake e incluso Palmer si es necesario, porque acá va otra crítica de menor originalidad que el objeto que la motiva. Sí, señor, digámoslo fuerte y claro, el camaleón ha regresado sorpresivamente de su retiro público. Ah, y el primer single hablaba de Berlín.

Comencemos por el final, que siempre es una buena idea. Lo que tiene en las manos (eufemismo, porque habita probablemente en tu Iphone o alguno de esos aparatos que traía el hombre que cayó en la tierra) es el resultado de dos años de labor escondida de David Bowie, cuando todos lo tomaban por un viejito new yorker retirado. Y Mr Jones, de sonrisa escondida, se dejaba fotografiar con la misma boina elegante que luce algún jugador de ajedrez de Plaza de Armas, mientras cocinaba su regreso a espaldas del mundanal ruido. Earl Slick, guitarrista de gran técnica y pésimos cortes de pelo, hablaba en una entrevista de cómo firmaron un contrato por un silencio que ni siquiera necesitaba papeles, debido al orgullo que generaba el encargo. Igual cosa con Gail Ann Dorsey, Toni Levin, Gerry Leonard y por supuesto con una conocida mano derecha: el señor Tony Visconti.

Una lista de colaboradores escueta, pero ya conocida, que permitió al inglés oficiar de guía explorador en su propio pasado. Pero a la Bowie, o sea en el rescate de las mucha aristas que se asoman en la discografía de (ups!) el “camaleón”. Acá hablamos de los ecos del pop futurista de Scary monsters en ‘The next day’ (el single); de la rítmica quebrada de Lodger en ‘Dirty Boys’ y ‘If you can see me’; de esa faceta crooner que asomaba en Station to station en ‘You feel so lonely you could die’ y ‘Where are we now?’, e incluso de su lado saltarín de mediados de los 80s con la contagiosa ‘Dancing out in space’.

Aunque si prefieren una referencia más cercana ese carácter reflexivo ya podíamos encontrarlo en los antecesores inmediatos Heathen (Columbia, 2002) y Reality (Columbia, 2003). Con ello no hablamos de estancamiento, sino del mismo espíritu de compendio de esos discos y posteriores giras, donde Bowie se alejaban de su búsqueda obsesiva por la novedad estilística (industrial, jungle y lo que viniera en el camino durante los 90) para reencontrarse y autopalmotearse por su espléndido pasado.

Con la portada más fea del año (o la más avant-garde, que con este señor nunca se sabe), lo que tenemos es el disco perfecto para un regreso y, de pasada, para el lugar común periodístico. Una vuelta potente, con la dosis justa de experimentación y una colección de canciones efectivas que sin romper ningún canon, se acomodan bien en la segunda línea de su repertorio. Como en el video de ‘The Stars (are out tonight)’, David Bowie mira, instalado en su chaleco de jubilado, el mundo que ha ayudado a crear y al que ahora le da un cómodo y ruidoso espacio en su propia casa. El de esas bandas que copan las radioemisoras y le deben el 120% de su repertorio. Y el de los críticos de música con ideas menos originales que el objeto a tratar. ¿O eso ya lo dije también?