Death Grips se pisaron la cola. Su sentido del humor, constantemente expresado en tomaduras de pelo a la industria musical, los puso en entredicho. Consiguieron salirse con la suya después de jugarretas como no presentarse a dar conciertos o la fálica portada de No love deep web, pero disolverse fue una maniobra que les quedó grande.

Para explicar su ruptura, a mediados del 2014 viralizaron un comunicado escrito en una servilleta. La primera frase decía “estamos en nuestro mejor momento, así que Death Grips se acaba”. Retornados a los pocos meses, ahora se encuentran en una posición extraña para un grupo acostumbrado a no hacer promesas ni dar explicaciones. Acaban de sacar Bottomless pit, un nuevo disco cuya existencia, según la lógica de sus dichos, sólo se justificaría superando lo hecho anteriormente.

De cierta forma, cumplen ante la presión autoimpuesta. Aunque creativamente arriesgan menos que nunca, garantía de déjà vu para cualquiera que esté familiarizado con el resto de su catálogo, hay algo que hacen mejor que antes: sintetizar de forma breve y accesible la inmensidad de referencias que barajan. De entrada, en “Giving bad people good ideas”, anuncian que encontraron la forma de equilibrar el regusto pop que dejaba The money store con el punk que borboteaba en Jenny death.

Como resumen de una carrera, Bottomless pit deja en alto su provocador esperanto armado a base de muchos lenguajes abrasivos, desde el rock industrial (“Houdini”) hasta el grime de viejo cuño (“Eh”). Impresiona tanto enfoque viniendo de una banda dispersa: estamos ante el primero de sus discos en el que ninguna canción se va por la tangente. Entre el hosco rap con vigorexia de “Bubbles buried in the jungle” y la distorsión de la realidad pasada a codeína que propone “Warping”, entre las texturas lo-fi escuela Anticon de “Trash” y el metal mutante de “Hot head”, las razones de Death Grips para seguir se vuelven cada vez más claras: todavía queda paño por cortar. Kilómetros.