El debut como solista de un artista ultraconsagrado tras la disolución de la banda que le hizo famoso es, por definición, un asunto traumático.

Traumático para el artista, puesto ante la letal disyuntiva ‘fórmula comprobada vs. nuevos rumbos’, traumático para la audiencia, siempre ansiosa, sedienta y nunca bien preparada para un salto al vacío. Traumático para, oh cielos, la casa discográfica, que sabe mejor que nadie como los números generalmente se desploman cuando un artista decide liberarse de su pasado.

Pareciera, de pronto, que toda exitosa carrera cimentada en la cómoda colectividad de una banda, no es otra cosa que una garantía de condena, una bomba de tiempo destinada a desnudar a ese a quien hemos admirado. ¿Es que finalmente estamos a punto de ver a John Anthony Gillis, el verdadero Jack White, en bolas?

Y cuando creemos que lo estamos por escuchar es el sonido de un Jack White “auténtico”, “original” y “desnudo” (¡agárrense chiquillas!), es que nos damos cuenta que, cual dibujo animado, lo que Jack White hace con Blunderbuss es el truco magistral de develar un disfraz nuevo escondido dentro del original; solo un zip, y el traje antiguo revela… uno nuevo. En este caso, un traje de tela noble, oscuro, pesado y con un ave carroñera posada en el hombro como feroz metáfora de la presencia permanente (e ineludible) de la propia identidad. Este tipo sabe quien es; este tipo sabe lo que hace.

En el idioma inglés, la palabra blunderbuss tiene dos significados: el primero, histórico, es “trabuco”, vocablo de etimología romance que da nombre a aquella arma de fuego de la cual tenemos conocimiento a través de los familiares versos “habrase visto insolencia, barbarie y alevosía / de presentar el trabuco y matar a sangre fría?”. La segunda, derivada de la primera (y por tanto más interesante) se refiere a una acción “carente de sutileza y precisión”. En resumen, podríamos decir que en términos artísticos, Blunderbuss significa “Jack White”, ni más ni menos.

Así que, en su primer álbum como solista, White no sólo no viene desnudo, sino que excesivamente bien vestido, no con una sino dos estupendas bandas de músicos tras de sí (The Peacocks, todas mujeres, y The Buzzardos, todos varones), y trayendo entre sus manos una colección de canciones bautizadas con el nombre de un arma de calibre salvaje cuyo objetivo no es otro que crear algo formidable, carente de sutileza y precisión.

El asunto comienza con “Missing pieces”, una tragicomedia que bien podría haberse llamado “Love will tear us apart” —si este brutal título hubiera estado disponible. La canción relata la triste historia de un tipo al que su mina abandona alegando “no puedo vivir sin ti” para terminar llevándose, literalmente, trozos del protagonista consigo (manos, piernas, orejas, etc), en la más pura tradición surrealista.

La pista que sigue, “Sixtine saltines”, construido a base de acordes punzantes y versos rabiosos, suena tan familiar que podría encontrar cómodo refugio en cualquier lugar de la ruidosa discografía de los White Stripes. Valga notar que la rabia desencadenada en este tema tiene como blanco, cómo no, una mujer desalmada y feroz que “con sus tacos afilados agujerea mi bote salvavidas.” El tema vuelve, insistente.

Así llegamos a uno de los pilares de este álbum: “Freedom at 21”. Ejecutado a pulso intrincado y urgente, con un compás de batería que nunca enseñaron en la escuela de Meg White, y usando acordes que si fueran palabras serían bandos militares, este tema demanda nuestra total atención. La entrega vocal de White, a centímetros de calificar como rap, parece ser un instrumento adicional.

El solo de guitarra en mitad del tema, tal como Lou Reed nos enseñó, es usado más como arma sonora que como recurso musical (la experiencia auditiva es casi dolorosa). Todo esto ocurre en menos de tres minutos, con brutal eficacia. Nuevamente, el objeto lírico es una mujer a la cual “no le importa la clase de heridas que me haga, ni el color de las magulladuras que me deja.” Material carente de sutileza y precisión, como hemos advertido antes. Gajes del divorcio.

Justo cuando el nivel emocional de Blunderbuss amenaza con convertirse en una condena de amargura permanente, es que “Love interruption” llega a rescatarnos como un tierno abrazo. Presentado sobre un arreglo tradicional de Americana, la fusión vocal de White con la africana Ruby Amanfu es dulcemente emotivo. O al menos eso parece, hasta que ponemos atención a lo relatado: “quiero que el amor me golpee, me muerda, me deje agónico en el suelo… no dejaré que el amor me disturbe, me corrompa, o me interrumpa”.

Sólo alguien con el ego monumental de Jack White puede permitirse escribir tales versos. No es sólo el hecho de invocar al amor a perpetrar actos viles, sino pretender emanciparlo, hacerlo sujeto a la voluntad propia, algo tremendamente más audaz. Brutal dulzura al servicio de su majestad, el Yo.

El tema que titula la placa nos lleva a un tiempo de vals, ese tiempo hacia atrás. Y no es el único vals del disco. Han leído bien, colegas: un álbum mainstream publicado en 2012 no contiene sólo una, ni dos, sino tres canciones a compás de vals, todas sublimes. Esta canción además contiene los mejores versos salidos de la pluma de White (los que esta vez van sin traducción para apreciar la rima original): “a romantic bust, a blunder turned explosive blunderbuss”.

A esta altura es posible percatarse del objetivo ulterior de Blunderbuss: no se trata simplemente de publicar un disco de calidad y a la altura de las expectativas; se trata de clavar una bandera en el mapa de la música popular. Con su disco debut solista, Jack White dice: yo soy parte de esta tradición; yo soy capaz de componer música popular como el más pintado: puedo hacer pop/rock (“Sixtine saltines”, “Freedom at 21” y la fabulosa “Weep themselves to sleep”), Americana (“Hypocritical kiss”, “Love interruption”) y vals (“I guess I should go to sleep”, “Take me with you when you go” y la mencionada “Blunderbuss”).

También country (“Hip (eponymous) poor boy”), blues a la Tom Waits (“I’m shaking”) y a la John Lennon (“Trash tongue talker”), donde la imitación de la entrega gutural del ex-Beatle es especialmente sobrecogedora (haga la prueba: ponga este tema, cierre los ojos y vea a Lennon gritando chuchadas bajo las luces del Madison Square Garden en 1970, junto la melena oscilante de la Yoko).

En resumen, Blunderbuss logra el asombroso truco de ser un disco monumental sin siquiera parecerlo. Después de quince años bajo las luces y con diez discos bajo el brazo, Jack White ha encontrado otro exótico disfraz con el cual deleitarnos, sin siquiera tener necesidad de mostrar su “verdadero yo.” Eso es ser un artista.

Disponible en Tienda Sonar en formato CD a $12.900 y vinilo $19.900. Tienda Sonar está ubicada en Paseo Las Palmas, local 017, Providencia.