Citado como referente por la crema y nata del mainstream gringo, desde Beyoncé para abajo, James Blake posee un aura de relevancia destinada a cada vez menos artistas: marca (parte de la) pauta en lo que está pasando con el pop. En su tercer disco, The colour in anything, el londinense de 27 años enfoca su energía en pulirse como hacedor de canciones, más que en salir de la zona de confort delimitada en su homónimo disco debut del 2011, el punto de quiebre de su meteórica trayectoria, cuando abandonó la impronta que le dio prestigio en el nicho dubstep.

De los rasgos que definieron su imitada propuesta, conserva los fundamentales: el falsete de afligida voz barítona, el uso estratégico del vacío como elemento musical y, por ende, las estructuras sonoras caracterizadas por una peculiar oquedad. Pero se ha vuelto dócil en comparación a sus primeros trabajos, en los que no temía desconcertar: si retumba el eco de canciones antiguas en alguna de sus novedades, sólo se oye de lejos. Pasa en “Love me in whatever way”, que —aparte de usar el efecto de un rayón parecido al de “Da funk” de Daft Punk— se arremolina como una “I never learnt to share” en versión descafeinada; o en “Timeless”, que comparte alguna textura sepultada en la mezcla con “The wilhelm scream”, aunque es esencialmente dub y distrae con un sample que —fuera de bromas— recuerda a Enigma.

Con “F.o.r.e.v.e.r.” o “The colour in anything” bajo el brazo, hay asidero para argumentar que Blake se puso convencional porque hasta John Legend les haría un cover al piano sin retocar mucho. Incluso recuerda a otros: los aullidos con Auto-Tune de “Put that away and talk to me” son dignos del Kanye West (su fan) de 808s & heartbreak, las semi fantasmagóricas capas vocales al final de “Choose me” enorgullecerían a Thom Yorke, “Meet you in the maze” es prácticamente una hija bastarda de “Hide and seek” de Imogen Heap.

Aleonado por sus colaboradores Rick Rubin y Justin Vernon (Bon Iver), parte de un equipo que también comprendió a Frank Ocean y Connan Mockasin, el prodigioso inglés carga la balanza al R&B de regusto hip-hop en “I need a forest fire” y se inclina por el synthpop ochentero en “I hope my life (1-800 mix)”, producciones muy brillosas, quizás un fruto de vivir en la soleada ciudad de Los Angeles. Rodeada por sintetizadores (“Radio silence”) o en medio de un terreno baldío (“Waves know shores”), su música continúa siendo una veta a explotar por beatmakers; “Noise above our heads” viene envuelta en papel de regalo para Rae Sremmurd, aunque uno más ingenioso también le echaría mano al piano dislocado de “Modern soul”, una ocurrencia innegablemente Blake.

Independiente de que a veces resulte predecible o de los posibles guiños que inserte, todavía es un surrealista de tomo y lomo. Todo lo que hace transmite sensaciones profundamente personales. The colour in anything dura sobre una hora y cuarto, casi lo mismo que James Blake y Overgrown combinados, tiempo suficiente para adentrarse en su visión y sentir que el disco es una especie de bloc de notas generoso en ocurrencias valiosas. Recordemos que se trata de un aliado del silencio y los espacios: como les profesa respeto, nunca los llena porque sí.