El de Philadelphia la está haciendo. Al paso que va empieza a constituirse en una figura importante del folk, siguiendo la huella de figuras insignes como Neil Young, Tom Petty o Johnny Cash, aunque por derroteros distintos. El tono lánguido de su voz con rítmica simple y agradable en lo instrumental da cuenta de esa influencia indie lo-fi de Pavement, el Beck más reposado y acústico o el Bill Callahan del nuevo milenio -que ya le valió un reconocimiento mayor con su anterior disco Smoke ring for my halo (Matador, 2011)- y que ahora en este quinto álbum, concibe una obra sólida que da cuenta del crecimiento que ha tenido como músico .No creo que lo supere en la comparación, pero se mantiene a la altura.

Haciendo sonar su guitarra ya sea en la suavidad de “Girl called Alex” o en la potencia eléctrica de “KV Crimes”, Vile da muestra de su dominio flexible con las seis cuerdas y esa cuota de voz callejera que tiene, acogedora y perezosa, hace que resulte más cercana y amena la propuesta. Un trabajo que avanza placentero y que encierra parte de la tradición cantautora del rockero americano clásico más la actitud desgarbada del músico indie noventero. Se destaca el single “Never run away”, contagioso, sencillo y con un tufillo a la Barrett que desliza por ese estribillo juguetón.

El hombre se toma el tiempo necesario para desarrollar los temas, de hecho, el disco comienza con uno que dura nueve minutos. Pero todo parece fluir como manantial pequeño, además de un trabajo en la producción que da un marco propicio en la instrumentación. Vile tiene el don de construir canciones que se asimilan fácil y su sentido melódico es bien notable, como en “Air bud” y por ello su pisada deja una huella que ya empieza a permanecer altiva en el tiempo.