Los Prisioneros – Corazones (EMI Odeon, 1990) Rodrigo Pérezseptiembre 9, 2008ArchivoDiscos38 comentarios La DJ sabe que van a prender la luz en la fiesta, que la gente se debe ir. Aun así, pone a propósito el infalible cartucho “Con suavidad” y los asistentes se vuelven a euforizar. La DJ grita: “¿Qué mejor? Si Los Prisioneros fueron todo: The Clash, New Order y Depeche Mode, ¿qué mejor?“. En horario de oficina, un profesional de una clínica siempre recuerda que Los Prisioneros tocaron en su colegio en Macul, y que Corazones fue simplemente una traición: “Así no más, un disco cursi, cebollento y vendido”. A finales de los 80, la banda actuó en un programa infantil (ver aquí). Justo después de que Jorge González dice “Mira nuestra juventud / qué alegría más triste y falsa”, uno de los títeres infantes corrige el tema: “Ya viene, la fuerza, LA VOZ DE LOS NOVENTA“. Y llegó 1990 y el pez comenzó a morir por la boca. Oficialmente, los 90 se inician con el fin de la dictadura. Músicos exiliados vuelven a tocar en su país apoyando el plebiscito recién pasado. Los sanmiguelinos prefieren ¿internacionalizar? su producto en Latinoamérica, pues la censura “no lo recomienda” al interior del país. Así, el bosquejo que aún evocamos dibuja tres jóvenes simples, proletarios y demandantes, armados de guitarra, bajo, tarro y rock and roll para reclamar la desigualdad. Y atesoramos esa imagen heroica hasta que sobre el escenario de Viña del Mar (1991) se muestra una banda maquillada, de camisa abierta y peinado de diseño, que no canta ya los problemas de todos sino los caprichos propios. ¿Muerto el perro se acaba la leva? ¿Traición y venta al sistema? Siendo fieles a la verdad, Los Prisioneros a lo Combat rock se remiten a su primer disco. A partir de Pateando piedras (1986), las radios hacen conocidas las líneas synth pop de “Muevan las industrias” o los ladridos falsos de “El baile de los que sobran”, pero ya en Corazones se dejan de lado los guiños para asumirse sin remordimiento como una banda pop, carente de culpa por bajar drásticamente la nota rockera y comprometida, sin un mínimo interés por cumplir las expectativas de quienes les seguían como referente social. Queda el sabor de que González –al igual que el país– deja de exigir por las necesidades básicas (libertad, igualdad, fraternidad) y comienza a preocuparse de los servicios terciarios, lo mismo que la floreciente clase media. Ya no era tiempo de reclamar sino de disfrutar, un fenómeno similar al ocurrido en los 80 en USA o al destape español con Olé Olé y Mecano. González se reconoce humano más que social, conciente de las influencias recogidas en la “internacionalización”; se hace amigo de Vicente Ruiz e invita a Cecilia Aguayo a su banda (ambos participes de la “vanguardia” santiaguina a lo Galpón Matucana). De acá en adelante, se desarrolla como un compositor de olfato travesti y talento exquisito, mutando en los sabores del mes como songwriter inspiradísimo para su homónimo debut solista (1993, EMI Odeon), en outsider resentido para Mi destino (1993, Alerce), trendy catalizador glam en Gonzalo Martínez y sus congas pensantes (1997, RCA/BMG) y, finalmente, en sabio selector electro pop para Los Updates (2007, La Oreja). Es a partir de Corazones que Los Prisioneros se confirma como una banda de estricta versatilidad, con un manejo de la estructura pop irrefutable en su pericia, triste-empática y pasivo-agresiva. Su autoflagelación más explicita es saberse uno de aquellos que criticó con sangre y mantenerse eternamente en la lucha disconforme: González se había transformado en figura joven de alegría triste y falsa, que gozaba del cine arte del Normandie (como sus amistades “under”) y asume con la cola entre las piernas que también quiere irse del país. De hecho, lo hizo varias veces. Así las cosas, comienza a criticarse inconsistente, siempre proleta pero nunca sin un detalle fashionista. El gran valor (o coraje) del disco está en sus letras, en la burla sobre sí mismo y sus lugares comunes, en cómo convertir esa crítica en un intenso y tierno melodrama, común a todo y a todos (“Todo el mundo dice que vives sufriendo como nadie más / cuéntame una historia original”). El incendio político ya no está en la proclama, sino los vicios privados que carcomen en silencio, tanto o más que el abuso social. Da cuenta del menosprecio de ser guacho y huaso en “Tren al sur” (“Y no me digas pobre por ir viajando así”), ya que no tiene mejores referentes de los cuales aferrarse, como Fuguet y su archi abusada añoranza yankie. Manosea la “amistad” con dolor, ante la imposibilidad de llamarlo “amor” en “Amiga mía” (“que nunca vamos a dejar / que este amor se nos vaya”); se cansa de la rutina latosa que no podemos dejar y de la tentación omnipresente de la novedad que no existe en “Con suavidad” y “Cuéntame una historia original” (“Suena el teléfono y yo se quién eres / quieres encontrarme en alguna esquina / para conversar de que te sientes harta / amiga mía”). Los temas de Corazones, se supone, van íntegramente dedicados a la misma mujer: ¿A quién se decide deslegitimar a través de “Corazones rojos? (“por que yo soy un hombre y no te puedo mirar”), pues es la única forma de afrontar que no es un macho alfa (“muchos te quieren amar como si fueran gimnastas / yo te acaricio sin tocar …nada”), sino un impotente sensible sufriendo su vergonzoso melodrama, situación explicita en los versos de “Estrechez de corazón” (“no te pido nada más / que valores este amor”). Finalmente, en “Por amarte” comienza diciendo “amarte es mi estupidez”, para terminar en “amarte es dar cabezazos en la pared”. La llave para entender el cambio de paradigma Prisionero es puesta a propósito al final del disco: “Alguna vez te acuerdas / cuando todo era amable y divertido / con la sonrisa irónica ahora es lo único / que nos podemos dar”. Ironía, encubierta y rencorosa. Ya no resentimiento ni envidia. Supuestamente, la mujer en cuestión es el combustible que convirtió a González en Prisionero y a Narea en Profeta. Corazones marca el fin de Los Prisioneros como voceros de una generación en toque de queda, mutando justamente en referente musical de una generación próxima que se desarrolla en “transición”, quienes exploran hacia atrás en la misma inspiración que nutrió a la banda (Javiera Mena y Teleradio Donoso reconocen explícitamente su devoción por este disco). Aceptan la valentía de recoger el pop inmanente de Viena y Nadie, de cruzarlo con la actitud rosa dramática de Virus, y empujarlo a un sonido de impecable composición y cumplidora instrumentación, codeudor de sus contemporáneos Violator (Depeche Mode) y Liberty (Duran Duran), un sonido coincidente con el mismo background inocentón de teclado que aparecería más tarde en Stick around for joy, de Sugarcubes (lo mismo que esos rapeos fomes, sin cadencia). Signo de la época. Este álbum se recordará como el punto de inflexión de una carrera que jamás retomaría un destino certero, del mismo modo que es el peldaño inicial de la escalada pop que tiene como sucesión lógica Desiertos, de La Ley. Esta herencia sería revitalizada posteriormente en la maquinaria pop Heyne/Stambuck, y de más lejos, en Guerrero y su cinemático hit “Mañana”, para la súper afectada voz de Luis Jara, o en los Esquemas juveniles de la Mena. Carne de la misma teleserie chilena, por lo demás.