“Abril es el mes más cruel” dice la famosa línea con que T. S. Eliot abre “The Waste Land” (La tierra baldía) y acaso no sea coincidencia que Matthew Ward haya elegido ese mes para lanzar A Wasteland companion, su primer disco como M. Ward en más de tres años. La tardanza no fue por falta de motivación, bien lo sabemos.

Durante ese tiempo,y gracias a sus proyectos paralelos -She&Him, Monsters of Folk-, el músico residente en Portland pasó de ser uno de los artistas independientes más respetados de la última década, a mega-superventas e ingrediente cuasi perenne en el menú musical de la cadena de café más grande del mundo.

El título es algo que Ward escogió con cuidado:“A veces no sabemos ver qué es exactamente lo que nos empuja a seguir viviendo hasta que nos encontramos en la precariedad misma, en un lugar en el que nada parece dar fruto o tener éxito”, dice en varias entrevistas.

El disco quiere ser en conjunto, entonces, una oda a los bastiones humildes e inesperados de la vida, esas pocas cosas (sentimientos, experiencias, personas) que se quedan cuando todas las que podían hacerlo, ya se han largado. Su intención es siempre -y asegura que lo es aquí más- crear un compilado de claroscuros, de valles, mesetas y depresiones musicales que se hacen tolerables entre sí, creando un balance entre lo fácil de digerir y lo más fibroso pero nutritivo.

Como es su costumbre, el músico invita a colaborar (para bien en la mayoría de los casos) a varios nombres conocidos: su mentor, Howe Gelb, siempre al piano, sumando el ragtime que es ya su firma; Mike Mogis de Bright Eyes en el órgano; Tom Hagerman de Devotchka en las cuerdas; Steve Shelley de Sonic Youth en la percusión; etcétera. El resultado de la producción, sumado a la voz de gamuza cara del cantante, es un sonido quirúrgicamente “vintage”, algo a lo que con M. Ward ya estamos acostumbrados, pero que en A Wasteland… -¿será necesario decirlo?-  sabe a preciosismo algo vacante de la médula melódica que solía serle primordial.

Así, ver a M. Ward en vivo con este tour promocional es un arma de doble filo: el talento (no hay otra palabra) del músico es rayano en lo anómalo y la calidad de su puesta en escena, impecable. Pero el espectáculo mismo hace temer lo que el disco: una sutil mecanización de su arte.

A Wasteland companion abre con “Cleanslate” (algo así como “tabula rasa” o “partir de cero”), una canción dedicada sobre aviso a Alex Chilton de Big Star (fallecido en 2010), y que es una especie de revisión sabia o paciente del lindo y juvenil himno a la porfía “The ballad of El Goodo” que le sirvió de inspiración. En ella, M. Ward suena como en sus mejores momentos: extemporáneo pero moderno, virtuoso aunque delicado, prístino pero lo-fi; nada mal, considerando que estábamos a punto de perderlo de vista en su viaje a favor de la corriente dominante.

El segundo corte y primer sencillo “Primitive girl” es un rock and roll pegajoso, comercial y genialmente fraseado sobre una mujer sin artilugios y tan independiente que deja al hombre que la canta en indeseada libertad.


Foto: Soledad Liquori

En “Me and my shadow”, la prodigiosa guitarra de Ward introduce un flamenco-rock de letra sugerente pero de melodía bastante predecible que no termina por elevar lo hasta ahora escuchado a sitial alguno cuando, opina ya uno, debería.

El cuarto corte es un cover de “Sweetheart” de Daniel Johnston para cuyo coro Ward invita a Zooey Deschanel, su célebre contraparte en She&Him. Lo precoz (y para algunos de nosotros, inoportuno) de esta aparición, obliga a escuchar el resto del disco bajo un leve pero constante estado de alerta: ¿nos toparemos con ella en las, contemos, nueve canciones siguientes?

“I get ideas” es un cover de un cover que Louis Armstrong hizo del tango “Adiós, muchachos”, y que Ward ya llevaba tocando en vivo por un tiempo. Por tratarse del segundo divertimento consecutivo, para entonces ya estamos tentados con cobrarle al álbum un impuesto a la frivolidad, del cual el tema siguiente, “The first time I ranaway” ni pretenderá eximirlo.

La canción que bautiza al disco es un blues brevísimo y algo impenetrable que termina con un dulce pedazo de “Recuerdos de la alhambra” de Tárrega, nada fácil de reconocer sin el trémolo que la caracteriza.

“Watch the show”, la canción que es a Wasteland lo que “Four hours in Washington” fue a Transistor radio, es sin duda alguna, la mejor del álbum. Una ácida y siniestra crítica a la televisión desde el punto de vista de uno de sus mandos medios (“Recuerdo cuando estaba en la escuela, nunca pensé que caería tan bajo; quería ser el tipo que desenmascara al payaso y no quien le saca brillo a su nariz”) llega, inexplicablemente tarde, a rescatar el disco de las fauces de la levedad total.

Por suerte, “There’s a key” mantiene el tono y el nivel evocando, en algo, “Death by water” de Eliot.

“Crawl after you”, una bonita balada sobre el patético encuentro entre un hombre al que la vida ha tratado pésimo y una mujer de su pasado (“[la vida] me ha remecido tanto que ya ni puedo usar mis pies, así que me arrastraré detrás de ti, hasta alcanzarte”), nos hace decidir que este álbum debería reordenarse patas arriba.

Por último, con “Pure joy” M. Ward da una convencional puntada de cierre a un álbum que, sin ser exactamente mediocre o formulario, carece del ingrediente de “hallazgo en un viejo ático” que solía darle -valga la contradicción- “frescura” a sus trabajos.

A Wasteland companion fue grabado en ocho estudios diferentes, en seis ciudades distintas, y cuesta trabajo no poner en duda, al menos por un instante, el sesgo provechoso que Ward ha querido darle a lo que, posiblemente, no sea más que una imposición de su apretadísimo calendario.

Es cierto: suena interesante la idea de generar un trabajo musical unitario a partir de registros fragmentados en el tiempo y el espacio. Pero el riesgo, y este álbum lo corre de cabo a rabo, es que el contenido en sí, a falta de recelo y artesanía, no evoque morada. Una maldición insospechada y con costo agregado para un artista de la intimidad como M. Ward. Mucho más si se postula a sí mismo como acompañante en nuestro peregrinar a la tierra baldía.

Disponible en Tienda Sonar en formato CD a $12.900 y vinilo $17.900. Tienda Sonar está ubicada en Paseo Las Palmas, local 017, Providencia.