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Debe ser el bigote. Porque el traje lo viene ocupando desde que bajó sus erizados pelos y se transformó en nuestro crooner siniestro preferido a partir de los 90s. O puede ser la tranquilidad de errar muy pocos pasos en los últimos años. Porque la tropa de maleantes sigue intacta, con la ausencia aún sentida de Blixa Bargeld, pero con el aporte puntual en guitarra y teclados del Gallon Drunk, James Johnston. Cualquiera sea la verdadera razón, el nuevo disco de Nick Cave and the Bad Seeds lo encuentra en un escenario algo distinto de lo usualmente conocido. Podríamos decir que está (a falta de un mejor calificativo para este caballero de eterno ceño fruncido) más lúdico. Claro que a la Nick Cave, o sea con letras abundantes de imaginería religiosa y expiación de pecados; con momentos de tensión marcados por los guitarrazos airados de Mick Harvey y las percusiones sin descanso de Jim Sclavunos y Thomas Wydler; y con el tono oscuro marca de la casa de las historias del King Ink. Nada que oliese a tranquilidad y sentido lúdico en el mundo de los seres vivos, pero qué se puede esperar de alguien que busca resucitar al más famoso de los muertos bíblicos, instalarlo en pleno Nueva York y a partir de eso hacer un disco.

Remontarse a los últimos años de actividad frenética del australiano y sus malas semillas puede aclarar el panorama: primero un deslumbrante disco doble llamado The Abbatoir Blues/Lyre of Orpheus (Mute, 2004), donde el choque entre el sonido Bad Seeds más fiero y las voces gospel, sacaron a Nick Cave de la modorra de un par de discos con exceso de solemnidad; luego un par de bandas sonoras con olor a Oeste (a dúo ambas con Warren Ellis) para rematar en Grinderman, la mini orquesta garage sacada de los mismísimos Bad Seeds donde Cave guardó el piano de cola y desalojó a algunos espectros enterrados en su oficina de composición. Si a lo anterior, sumamos el despegue “formal??? de la carrera de su eterna mano derecha Mick Harvey (transformado en una suerte de Johnny Cash australiano en los muy recomendables One Man’s Treasure y Two of Diamonds), los antecedentes alejaban cualquier duda sobre el esfuerzo número catorce de la banda.

Quizás debido a lo anterior (aunque probablemente Cave lo niegue por su gusto por la frustración de expectativas ajenas) es que Dig Lazarus Dig!!! se beneficia de un acercamiento más rockero e incluso más formal de lo que usualmente el australiano entrega. Aparcando el piano para una mejor ocasión y evitando la alusión directa a Leonard Cohen que impregna los trabajos más calmos, este disco muestra lo que una banda con buenas ideas puede hacer con géneros ya establecidos. Manteniendo en la producción a Nick Launay y aumentando la preponderancia en el resultado final del multifacético Warren Ellis (no sólo en las constantes disonancias de su violín, sino en algunos samples que inquietan las aguas de canciones como “Night of the Lotus eaters” y “Hold on to yourself”), Dig Lazarus Dig!!! parte del garage y el rock californiano de los 60s para desarrollar un sonido que remite de igual manera a lo conocido y al riesgo. Porque se puede bailar con el beat canalla de “Today’s lesson” o “Midnight man”, abrazar la ortodoxia rockera del tema que da título al álbum o sonreír con la cita shoegazing de “Albert goes west”; pero a la par la sensación de inquietud en los textos y detalles sonoros, impiden la celebración total.

Digamos que en un mundo ideal, “Lie down here (and be my girl)” o “Today’s lesson” debiesen sonar en las radios y pelear los primeros puestos. O quizás no si lo que voy a escuchar remite a ciertas profundidades en las que es mejor no hurgar. En una versión 2.0 (y con bigote) la banda que retumbaba escenarios en Live Seeds (Mute, 1993) ha vuelto.