“Tengo que correr o pierdo”, canta Alex Anwandter en una de las pistas de Odisea, el debut solista del vocalista de los desaparecidos Teleradio Donoso. Resulta interesante, como declaración de principios, una frase que nos dice mucho de las reglas que la sociedad de consumo impone a la juventud, donde la urgencia por lograr aquello que se ansía tan pronto como se pueda -y, por cierto, al costo que sea- se transforma en un valor. Es un descubrimiento que el disco de Anwandter sea capaz de captar esa sensibilidad no ya desde la crítica sino que desde la alienación, desde la inconsciencia.

El disco se desmarca con violencia de ese rock querendón de radio adolescente al que nos habíamos acostumbrado, para construir un experimento que devora casi sin procesar influencias funk con obvias reminiscencias del primer Prince y algo de las baladas olvidables del Michael Jackson previo a la  decoloración. No obstante ello, sus temáticas no olvidan las preocupaciones que lo aquejaban en su etapa anterior: fundamentalmente la amistad, la ciudad, el desamor y la soledad. Claro que eso que antes nos transmitía con estribillos pegajosos ahora lo hace con cierto letargo.

Odisea es un disco ejecutado, producido e interpretado por el mismo Anwandter, lo que -a la luz de la evolución musical de Javiera Mena o incluso Francisca Valenzuela- obliga a preguntarse si es en parte aquello lo que hace que el disco sea haga pesado y sobrecargado, particularmente en los primeros temas. En efecto, las cuatro canciones que inician el disco implican un especial compromiso de paciencia por parte del auditor, y temas como “¿Los gatitos hermanos se reconocen después de años?” son un ejemplo especialmente competente de una producción exagerada y a ratos molesta. Este compromiso que Anwandter exige al público se corona con la eterna “Batalla de Santiago”, insólita canción de cerca de diez minutos con la que Anwandter nos insiste en repetidas ocasiones que “hay (¿algo?) que celebrar”. Notorio resulta que estas urgencias y faltas de madurez artística atentan contra el disco, que requería una producción más feliz, menos pretenciosa y un poco más humilde.

En algún sentido Odisea parece mostrar una liberación de Anwandter, gracias a su indisimulado esfuerzo por dejar atrás los recuerdos que nos dejó su banda y tratar de encaramarse a la pista de baile. Existe en las canciones del disco un rabioso desmarque con cualquier tipo de tradición y etiqueta de carácter local, reconociendo como influencias a Michael Jackson, pero bebiendo, quizás inconscientemente, de la fugaz ola funk de principios de los ‘90  en Chile. La experiencia de Odisea supone un ejercicio muy forzado por meter en un cajón con llave las influencias pop culturalmente más cercanas y pensar que es posible componer como si todo ejercicio creativo se construyera gracias a la generación espontánea y a lo que dejó de suceder en Minneapolis hace treinta años. De alguna manera, este es el disco que Rulo, de Los Tetas, hubiera matado por hacer a mediados de los ’90 y, por sólo haber tenido la oportunidad, Juan Antonio Labra habría hipotecado sus pasos de baile.

Hay además dos cosas que tienen en común las canciones de Odisea. Salvo un par de excepciones, todas ellas se van alargando casi siempre más de lo necesario y sus letras hacen un sentido homenaje al pop más artificial y hedonista. La sobreproducción del disco da cuenta que Anwandter parece tener todo demasiado claro, ambición que le hace un flaco favor a un ejercicio musical que pudo ser infinitamente más interesante de haber sido acompañado por alguien experimentado en el estudio. Por otro lado, el barroco del disco contiene perlas como el extraño sampleo del diálogo entre el entonces Senador Sebastián Piñera y su amigo Pedro Pablo Díaz dado a conocer por una grabadora Kioto (“Juventud”), y una propuesta lisérgica a prenderle fuego a La Moneda (“Cabros”). Este hedonismo desatado parece mostrarse en la letra de “Casa latina”, donde Anwandter canta “una piscina de ketamina / y mi mandíbula está dormida / en la sonrisa sin corazón“, ilustrando además la temática de esta soledad de burbuja preguntándose sinceramente si es él el único que anda por allí (“es el fin del mundo / y no sé que está mal / ¿habrá alguien más que esté despierto?“).  Esta introspección, si se quiere algo vacía, ve su momento culminante en el cierre del disco, donde el intérprete nos comparte la imagen de un “niño extraño / tus manchas tristes / de cocaína / cantan vamos llegando / chuai chuai” (“Niño Raro”).

Sin desmerecer la capacidad de Anwandter como compositor -quien tiene mucho más tiempo del que cree por delante para enmendar el rumbo-, los excesos de la producción y en especial esas ganas de hacerlo todo lo más rápido posible hacen que Odisea termine siendo un ejercicio tan grandilocuente, tan ambicioso, como fallido.