El brujo es uno de los discos más sólidos de Shogún y confirma el sistema de trabajo lento, pero fértil, que acostumbra Cristian Heyne con los proyectos que siente más cercanos -como ha ocurrido, sin lugar a dudas, con el bailable Mena que produjo junto a Javiera Mena durante casi tres años. Nos encontramos con siete canciones de una atmósfera volátil y de varias capas de profundidad, cuyos guiños pop nos sumergen en una naturaleza subterránea, erosiva y en descomposición. Ya no priman los asaltos de electrónica atropellada ni los estallidos ruidosos de guitarra eléctrica de trabajos anteriores, sino los arreglos electrónicos en la retaguardia y las guitarras sucias de fondo. La voz de Heyne mantiene ese dejo de afectación teatral que lo caracteriza, pero suena menos pretenciosa que otras veces, más gastada, dando un aire milenario a relatos fragmentarios donde lo cotidiano tiene un sabor doloroso. Todo está más quieto, pero se respira la misma angustia, dudas y extravíos que forman la columna vertebral de Shogún.

El brujo es también un disco espectral, pero no sin alma, y por eso le quedaría bien la etiqueta de “ambient gótico” si quisiéramos fijar la sensación que dejan sus canciones. En ciertos momentos, la fuerza se torna más tempestuosa, como en los temas que se arriman al fuego (“Tibio”); en los viajes fracturados por el tiempo (“Té”), o en los instantes desgarrados donde Heyne se permite un coro de alaridos solitarios (“El viento”). En mayor medida, se sondean sin indulgencia los espacios vastos y vacíos, de soundtrack patagónico, cuya energía profunda se libera con cuentagotas.

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