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En el penúltimo disco del muy indietrónico Styrofoam –Nothing’s lost (Morr 2004)- el frontman, Arne Van Petegem, se dio el lujo de invitar a colaborar a Ben Gibbard de Death Cab for Cutie / Postal Service, Andrew Kenny de American Analog Set y Valerie Trebeljahr de Lali Puna. Y en este, su último proyecto, este belga con pinta de nerd llega nuevamente cargado de invitados: aparecen Josh Rouse, gente de Jimmy Eat World, The Submarines y Blondfire. Lo que puede interpretarse como que este alumno de Morr Music tiene complejo de Roberto Carlos y/o que su poder convocatoria para atraer invitados hype ha disminuido con los años (¿Blondfire?¿Alguien?).

Lo que, por supuesto, no es argumento para juzgar la calidad de su disco, pero sí para preguntarse qué pasó con la indietrónica después de Postal Service. Quizá sea injusto buscar culpables, pero no hay dudas de que es un estilo que alcanzó una cierta saturación. Sea por sus letras sensiblonas, el acercamiento livianito a los beats y a las guitarras o que la voz de Ben Gibbard se volvió un cliché al escucharlo por vez quinientas en la radio. Desgaste natural o blacklash del hype, este nuevo intento de Styrofoam no puede evitar escucharse como un refrito.

Pop a lo New Order, cantado con sentimiento europeo (entiéndase algo bien contenido e higiénico), una composición matemáticamente precisa y poniendo la nota emocional en los coros ultra potentes, A thousand words se escucha parejo. Con esa cualidad de canción triste-feliz, los temas funcionan como singles por separado (“After sunset???, “Thirty to one??? o la estupenda colaboración del perdido Josh Rouse en “Lil white boy???) y a la vez le dan un sentido homogéneo al disco. Lo que lo hace ameno, especialmente cuando se necesita canturrear un poco.

El problema de este disco -y es lo que hace que una oscile entre un estados de confort para pasar a la vergüenza ajena y terminar aburrida al escucharlo- son los arreglos. Coros con vocoder (¿puede ocuparse el vocoder de manera no irónica después de Daft Punk?), entonaciones emo (peligrosamente cercana a Tokio Hotel, gentileza de Jim Adkins de Jimmy Eat World en “My next mistake???) y canciones que se sustentan en un juego de perillas bastante predecible (sonido sideral, sonido de computador, coro de “pah pah pahs??? y paraje atmosférico para el cierre en “Bright red helmet???). Y si a eso se le suma la liviandad de las letras, la insatisfacción crece.

Porque no es que no pueda estirarse el elástico de la indietrónica y jugársela en un disco intrigante, profundo y si en el proceso algo sale fallido, traducir la emoción del esfuerzo. Eso fue lo que hizo el Dntel de Jimmy Tamborello -la otra mitad de Postal Service- en el estupendo Dumb luck (Sub Pop, 2007). Y eso es lo que se echa de menos en este.