Es de esperar que si se ha tenido una juventud muy precoz, la crisis de los cuarenta -esa que hace que la gente se compre motos, salga con especímenes supuestamente mayores de edad y escuche a U2- se adelante y ocurra a los treinta. Supergrass, que nuestro Jorge Acevedo tan bien definió como “pendejos de mierda“, eran en los ‘90 unos jovenzuelos adorablemente guapos, entre drogadictos y amigos del barrio, que iluminaban con sus camisetas ajustadas la pantalla de las calcetineras adictas al MTV de la época. Con 19 años promedio, rockeaban como los dioses, si los dioses son Rolling Stones, The Beatles, The Buzzcocks y The Kinks. Quince años después la banda, ahora treintona, suma a su discografía un par de discos jugados (el estupendo Life on other planets de 2002, y el no tanto Road to Rouen, 2005) y decide volver con un álbum que definen ellos mismos como “energético”.

Y en lo energético está justamente el problema. Diamond hoo ha suena demasiado a “vamos a hacer un disco sobre eso que hacíamos tan bien”, invocando el flojo fantasma de las bandas que autoproclaman que vuelven a los orígenes. Ahora, que no se ponga en duda, este disco rockea con todo: es potente, guitarrero y juguetón, tal como aparecen en “Diamond hoo ha man” y “Rebel in you”. Porque no hay que olvidar, esto es Supergrass, una banda que se ha mantenido como un referente limpio y democrático por sobre tanta moda esquizoide y que son capaces de pegarle tres patadas a cualquier garage rocker de jeans ajustados.

Pero cuando se llega en Diamond hoo ha a “Ghost of a friend”, es que entra la disonancia por contraste: esta es una canción capaz de mezclar rollinga, Dylan y Elton John en cuatro minutos, sonando tan frescos y elegantemente británicos como un mod en scooter. Y si son capaces de componer algo así de bueno, ¿entonces no son los otros escarceos rocanroleros un mínimo esfuerzo donde la creatividad desaparece? Y así es que al escuchar nuevamente “When I needed you”, ahora suene como un cliché que el gran Gaz Combes cante a sus treinta años que va en la parte trasera de un auto robado, a toda velocidad y sin luces y que después, en “Whiskey and green tea” diga, entremedio de un horrible saxofón, que el whiskey le hizo mal en Japón y que lo persigue William Burroughs.

Con un suspiro de aburrimiento, podemos pensar que diez años atrás, borracho como zapato, ya lo habían perseguido dragones chinos y que de seguro debe haber chocado un par de veces. Al ponerlo en un disco de esta intensidad y plantearlo como una vivencia del momento, vehemente y real a sus treinta, suena lamentablemente a lo que quiso decir Bryan Adams, cuando a los treinta y siete años llamó a su nueva obra Eighteen until I die (1996).