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Los fans de The Bellrays podrían juntarse en alguna esquina a llorar sus penas con los de Calexico. Sucede que los últimos discos de unos y otros sufren ese bendito proceso de “maduración??? que tan bien hace en la vida cotidiana y profesional, pero que no siempre agrega puntos cuando hablamos de rock (o algo como eso). Si las huestes de Joey Burns dejaron de ser la mejor banda de alt-mariachi del medio oeste para transformase en un buen grupo tributo a Wilco; The Bellrays han matizado su habitual sonido garagero con cierto exceso de azúcar R&B no siempre efectiva.

Para que nos entendamos, The Bellrays, es una banda formada a principios de los ’90 en Riverside, California, que luego de algunas escasas mutaciones estilísticas, conformó un sonido deudor a partes iguales de punk y soul. Ejemplos: como The Stooges con Tina Turner en las voces o como si The Hives pusieran camisa y corbata a Aretha Franklin. Conocidos por su incendiario show en vivo, The Bellrays tuvieron el buen tino de registrar Let it blast (Vital Gesture, 1999), su primer disco, en directo y recorrer todos los tugurios posibles con un espectáculo simple en su presentación (la frontwoman Lisa Kekuala no es dada a la excesiva demostración escénica), pero efectivo en su respuesta. Si el mismísimo Wayne kramer, guitarrista de MC5, la llamó para el proyecto en vivo que resucitaba a los pioneros de Detroit, nada más se puede decir.

Tras 15 años de carrera y sin un éxito esperable en estos tiempos de rock garage, zapatillas converse gastadas y muchachos de buena familia desmelenados, parece que la decisión de aggiornar un poco el sonido responde a la búsqueda de nuevos horizontes comerciales. Ahora, como la mezcla entre melenudos rockeros algo gastados (el guitarrista Tony Fate y el bajista Bob Venuum, ya rozan los cuarentas) y vocalista con gran voz, pero discreto encanto, tampoco es para entusiasmar a los Malcom Mac Larens del mundo, la decisión no parece del todo acertada. Dejemos de lado el pensamiento instrumental y creamos en aquello del crecimiento estilístico para lograr entender esos primeros 15 minutos de Have a little faith, que, a la postre, no terminan de cuajar.

La sensación que provoca el inicio del nuevo disco de The Bellrays con ‘Tell the lie’ y ‘The time is gone’ hace recordar un poco a Damage, el último álbum de Blues Explosion (sin el “Jon Spencer??? de inicio, como muestra de inusual democracia rockera), que tardaba varios tracks en desarrollar su potencia habitual. Have a Little Faith comienza con un poco de funk de tintes tranquilos y un rockblues en la tradición Cream que hablan más de la solvencia instrumental de sus integrantes que de una verdadera alquimia conjunta. El desarrollo bipolar de ‘Chainsong’, a la vez una atrocidad a punta de guitarras propia de Boss Hog y una cátedra de swing a la karate, comienza a devolver el alma al cuerpo de los seguidores de la banda.
Para dar un suspiro de tranquilidad (aunque suene contradictorio) a partir de ‘Snotgun’ vuelve a surgir la estampida sonora habitual, que tiene en ‘Change the world’, ‘Detroit Breakdown’ y , en el apoteósico final con ‘Beggining from the end’, sus mejores cartas. Por el contrario, las suaves melodías de la nueva versión de ‘Have a little faith in me’ o el homenaje Stax (con vientos incluidos, por supuesto) de ‘Third time a charm’, quedan más como intentos destacables que como experiencias realmente logradas.

Si bien nadie quiere fosilizar a sus artistas preferidos, para varios de ellos resulta mejor mantenerse en sus campos habituales que andar explorando sectores donde otros generan mejores resultados. Así como el desierto es un lugar más sombrío desde que Calexico guardó a sus mariachis bajo siete llaves, en el garage de Fate, Venuum y Kekuala desentonan los nuevos adornos, frente al decorado rústico en que han cimentado su carrera y que todavía persiste en la mayor parte de Have a Little Faith. Tranquilos ciudadanos (y cuidado Townshed y Daltrey) que, a pesar de todo, aun tenemos maximum rock and soul.